«Me quedé fija mirando la imagen de ese niño Jesús. Era un niño Jesús como cualquier otro, pero nunca había sentido ese estremecimiento. En aquel momento supe que me eligió a mí y que mi amor de mujer se lo iba a entregar al Señor, porque sabía que así iba a encontrar la felicidad plena e iba a poder hacer el bien. Aún me estremezco y me pongo muy nerviosa cuando recuerdo esos momentos».

Así resume sor Magdalena, natural del municipio de Frigiliana, aquello que los religiosos llaman vocación. Dedicarse a la vida de clausura o de recogimiento era lo último en lo que pensaba esta risueña mujer, quien ahora cuenta la edad de 54 años. Descubrió su vocación con apenas 14 años, pero tuvo que esperar a ser mayor de edad porque en casa no le permitieron «tomar los hábitos antes. No querían ser responsables de una decisión equivocada», recuerda la religiosa, perteneciente a la orden de las Mínimas de San Francisco de Paula, en el convento de Daimiel en Ciudad Real.

En estos días, sor Magdalena viaja con la monja federada de la congregación por los diferentes conventos de la orden, para conocer las necesidades y peticiones que puedan hacer el conjunto de hermanas. Su última parada ha sido el convento de Santa Eufemia en Antequera, donde las religiosas celebran el sexto centenario de la proclamación de su Señora como patrona de la ciudad de El Torcal.

Con las nueve monjas de clausura que allí viven y trabajan, Magdalena rememora su infancia. Era una niña a la que le apasionaban las matemáticas, viajar, conocer nuevos paisajes y sobre todo hablar. «Siempre pensé que sería alguien importante en la vida, ideas de chiquilla», relata. Pero la religiosa sintió un flechazo, una sensación que le es difícil explicar con palabras. «La vida que conocía me dejó de parecer importante, todo se me representaba como un teatro, y comprendí que la verdad la tenían estas religiosas, dedicadas a una vida sacrificada y de recogimiento», detalla la mujer.

Mientras tanto, suena el timbre de la puerta del convento. A través del torno la madre superiora, sor Ángeles, atiende al vecino que se acerca hasta la santa casa. La consigna es clara: «Ave María Purísima», dice sor Ángeles. El visitante contesta: «Sin pecado concebida». El día a día se resume bajo los conceptos de sacrificio y dedicación en el convento de Santa Eufemia. «Pero yo soy feliz, no necesito nada más. De hecho ahora me siento mucho más joven que hace años», aclara la madre superiora, a sus 65 años de edad.

La vocación le llegó cuando aún era una niña. Tenía 13 años , y observaba, con admiración, a aquel grupo de monjas que visitaban León, si ciudad natal. «Se las veía tan felices, y yo me preguntaba, ¿por qué yo no?». El caminar de Angelines (como la llamaban en casa) hacia la vida conventual fue recto. Sus padres, profundamente religiosos lo tuvieron claro. «No me pusieron pegas porque sabían que era lo que me hacía feliz», explica.

Ahora mira con satisfacción el camino realizado. Ha estado en diferentes casas conventuales de la orden Mínima, y de misiones en Perú. A sor Ángeles se le entrecorta la voz por la emoción cuando le viene a la cabeza la intensa labor que allí realizó. «Toda ayuda es poca en estos países», resume. Cerca de la madre superiora, escuchándola muy detenidamente, se encuentra sor Inés. Natural de Kenia, y enfermera de profesión, esta joven religiosa de 35 años no pudo tomar los hábitos hasta pasados los 26 años. Antes estudió, se dedicó a hacer el bien al prójimo, y trabajó duramente para devolverle a sus padres todo el dinero invertido en su formación. «Era lo mínimo que podía hacer por ellos, me lo han dado todo», recuerda. Mientras la vida de entrega y sacrificio llegaba, Inés vivía en su casa prácticamente como «una monja». Allí tenía su capilla, oraba cada día, y pedía por el bien de la humanidad. «Nunca me interesó casarme, nunca lo necesité. Siento que lo tengo todo», aclara la joven monja.

Diferente es la vida de Sor Rosario. Aunque también está entregada a la vida religiosa, y a hacer el bien a los demás, su vida no es de clausura. «El principal motivo por el que decidí ser monja fue para consagrar mi vida a Dios, luego, llegó mi labor como maestra», explica la católica, actual directora del colegio María Inmaculada de Antequera. Todas estas llenas de fe. Todas afirman sentirse en paz.