Sociedad

Paca Aranda, ejemplo de lucha de la mujer aceitunera

Durante la campaña de recogida, cientos de familias emigraban a cortijos a los que llevaban a sus hijos que, desde muy pequeños, ya ayudaban con su trabajo

Paca Aranda junto a olivos en Jeva. | L.O.

Paca Aranda junto a olivos en Jeva. | L.O. / amanda pinto. antequera

Amanda Pinto

La aceituna, ese fruto tan típico de nuestras tierras pero al que quizás prestamos menos atención de lo que deberíamos. Este fruto verde, cuna del aceite, es el sustento y forma de vida de muchas familias que, con su esfuerzo y dedicación, consiguen hacer llegar del suelo a la mesa a este preciado producto.

El Partido de Jeva, un pequeño anejo que aguarda entre la Sierra del Torcal, es ejemplo de esta vida. La mayor parte de sus habitantes acarician esta realidad, tan dura como grata.

Francisca Aranda es una vecina de Jeva que, a sus 86 años, aún conserva la vena aceitunera arraigada desde joven, valores que ha inculcado a todos sus hijos.

Si este es un trabajo difícil para todos, aún más lo era para las mujeres de aquella época, que tenían que hacerse cargo de los hijos, propio de tiempos pasados, a la par que ayudaban en la recogida. «Mi primera hija la tuve entre paja, en un cortijo de un señorito al que le trabajamos. Recuerdo una Nochevieja en la que se nos rompió el camión, tuvimos que cargar los colchones por la noche, a cuestas, hasta llegar al lugar. Teníamos poco pero éramos muy felices», relata Paca con dulzura.

Una vida de necesidad, pero radiante de fortaleza y lucha. «En el cortijo donde nos quedábamos durante la recogida no había ni luz ni agua pero utilizábamos barreños y cubos de agua caliente para poder bañarnos. Siempre intentábamos convertir la escasez en diversión para que nuestros hijos, aunque con poco, fueran felices».

Una familia forjada en el seno de la agricultura. Y así fue hasta el final. Paca cuenta con especial emoción la campaña de aceitunas en la que tuvo al más pequeño de sus cuatro hijos, Juan. «Siempre lo dejaba dormir en un montón de tallos junto a mi mientras yo me ocupaba de la recogida».

Por su parte, Juan evoca con añoranza algunos capítulos de su infancia ligados a la vida en la aceituna.

«Lo mejor de esos días eran las noches, cuando nos reuníamos todos y jugábamos al parchís o a las cartas». Sin embargo, no todo era ‘color de rosa’. «Cuando íbamos a recoger aceitunas nos tirábamos meses sin volver a casa y no podía ir al colegio ni ver a mis amigos. Eso es algo que me hubiera gustado hacer».

Aún así, tal y como cuenta Juan, esto no supuso un estrago en su infancia ya que la más simple de las recompensas al final de la campaña, para aquellos niños era lo más especial del mundo. «Me acuerdo con gran nostalgia de aquel año en el que me compraron un triciclo al acabar la campaña. Antes se tenía menos, pero se valoraban más las pequeñas cosas».

En la actualidad, Juan sigue cogiendo las aceitunas, ya no por los ingresos que pueda darle, sino por la tradición y el recuerdo.

«Mis padres fueron aceituneros, es la vida que conozco desde pequeño y a la que más cariño tengo. Lo hago por ellos y en recuerdo a mi padre, el cual siempre me insistía en que no apartase mis orígenes».

Estos son los rostros no tan conocidos pero imprescindibles de la agricultura. La vida del aceitunero es algo que va más allá de lo material, son historias, recuerdos y familia.

Historias que perduran en el tiempo y que merecen, sin lugar a dudas, ser contadas.

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