Nuevas voces de la comunicación. Reportajes de los alumnos de la UMA

Un alien en Álora: la historia de un ciudadano holandés en la costa del Guadalhorce

Patrick llegó al Valle del Guadalhorce hace 18 años para crear un lugar donde cooperar y huir del apisonador ritmo del materialismo que todo lo devora. Por ello, ha intentado que los 6.250 metros cuadrados que rodean su hogar se transformaran en una aldea comunitaria donde residir 

Patrick Van Riessen preparando la comida para sus perros, con la atenta mirada de Dina, en el patio de su hogar en Álora.

Patrick Van Riessen preparando la comida para sus perros, con la atenta mirada de Dina, en el patio de su hogar en Álora. / Samuel Saborido

Samuel Saborido

¿Qué relación personal tienes con Dios? ¿Hablas con él? Patrick Van Riessen se levanta a las ocho, cada mañana desde 2007, para escuchar las oraciones de Jesucristo. El Altísimo se ha convertido en su sempiterno amor desde que le entregó su sangre. Han pasado ya 37 pasos procesionales desde entonces. Para él, la puerta a los cielos no está en el altar de una iglesia, sino en su propia alma. Un armonioso hilo conecta su ser con la providencia y vibra con más grandeza cuando las olas del Guadalhorce rompen ante los tambores de sus oídos.

— Vivo como una monja, de verdad—, se sincera Patrick entre carcajadas.

Patrick ha encontrado el modo de vida más cercano a los dictámenes de la Biblia, esa en la que tanto ha buceado. No está en la cima de un gran edificio, ni en el centro de una portentosa ciudad. Tampoco aledaño a ningún cristalino mar. Se encuentra en una cabaña. Desde hace 18 años su día a día es la obra que jamás alcanzó a alumbrar Tony Smith ni ningún otro maestro del minimalismo. Sólo acompañado de sus tres gatas y sus dos perros, habita en una pequeña casa en el sur del malagueño pueblo de Álora. Hasta hace nueve meses les acompañaba Renata, su ya exesposa.

Dios le encomendó un propósito: crear un lugar donde cooperar y huir del apisonador ritmo del materialismo que todo lo devora. Por ello, Patrick ha intentado que los 6.250 metros cuadrados que rodean su hogar se transformaran en una aldea comunitaria donde residir en el minimalismo y en el amor, sin etiquetas, al Altísimo. Atrajo a muchas personas. La idea de vivir aislado de la sociedad y conectado con la tierra llama la atención. Comer de lo que uno planta. Bañarse en el río. Conectar con la naturaleza. Respirar la paz transformada en partículas de oxígeno.

Al cabo de unos días, relata Patrick, la gente se aburría. Venían de todo el planeta, con el propósito de abrazar el minimalismo encomendado a Dios que promulgaba, cual líder espiritual, Patrick. “¿Qué tengo para hacer?”, era el gran reclamo de los aspirantes a minimalista. Todos se quedaron en eso, en aspirantes.

Para subsistir en ese modo de vida, la clave es no dejarse corromper por el aburrimiento. Patrick lo evita viendo YouTube. Pasa bastantes horas del día en él, cuando no está paseando con Sem y Dina, sus perros. Mira noticias, escucha música clásica, a veces jazz, y sigue los predicamentos de algún pastor. También es habitual ver a Patrick leyendo las Sagradas Escrituras o con un ejemplar cerca. Sintonizando al Altísimo es como puede desconectar de la sociedad.

La música es la pareja más larga de Patrick. Toca el piano desde los siete años. También el órgano. Es la única herencia que ha deseado. Frans, su padre, es organista y el director de un coro religioso en La Haya. Tiene 67 años. Sus dátiles no se despegan de las blancas y negras teclas. Tampoco los de Patrick. La dana arrasó con su piano. También con su órgano. Las partituras están destruidas.

Pasó el tiempo pasado. Se fueron los momentos de bailar al piano. Se fueron con la riada. Aquellas bandas anchas y todo lo material. Y al final, quedaron los versos. ¡Ya lo veis! Así lo entonó Alejandro Sanz en su mítica canción. No fue Dios, esta vez, el que guardó a la música en su inmensidad, sino el propio Patrick. Este versionó entre febrero y agosto del pasado año 200 temas de inolvidables artistas. Sebastian Bach, Rachmaninoff, Piazzolla…, las piezas de estos genios sirvieron de base para alrededor de mil horas de autoconcierto. Esos archivos son hoy lo único que le queda a Patrick de su pasión.

Nunca olvidará aquel día. La noche anterior no pudo descansar. La tormenta se lo impidió. También el miedo. Esa mañana, el orden cotidiano se impuso. La aplicación meteorológica decía que sólo lloverían unos 22 litros por metro cuadrado. Nada que le impidiera dar su rutinario paseo junto con los perros por sus tierras aledañas al río. Mientras transitaba la senda, iba notando que las gotas que brotaban del cielo eran cada vez más insistentes.

Sem andaba delante de él. Él es el más activo. Habían pasado ya unos minutos desde que el río desbordó. Pero no parecía ser peligroso. Cuando Patrick alcanzó el limonar de su vecino, el barro sustituyó a la tierra. Cada pisada se anclaba en él. El miedo que se encontró unas horas antes, aún en la cama, se hacía cada vez más poderoso.

— Tomé el riesgo—, rememora Patrick.

El agua corría cada vez más fugaz. Sabía que debía salir de ahí. Todo pasó muy rápido. No supo entonces qué llevarse. Ahora reconoce que no echa nada en falta. Sólo le molesta haber perdido su piano y una linterna que le regaló su padre. Pasaron los segundos. Salió corriendo. Metió a Sem y Dina en la furgoneta. Es antigua, pero aún funciona. Introdujo la llave de forma apresurada y se fueron. El horizonte cada vez tenía menos tierra y más líquido. Y al vehículo le costaba seguir. Pronto supo que si hubiera tardado unos minutos más, los necesarios para agarrar su piano eléctrico, no hubiera podido pasar a través de raudal. Durante horas, miró su hogar desde una carretera elevada. Estaba inundado. Todo, todo, todo, todo, ceñido por agua.

Estuvo dos semanas fuera. Sus amigos holandeses le dejaron alojarse en su finca. Para él, toda una cárcel. No se sentía libre para andar con sus perros, relata. En ese tiempo, algo le taladraba sin cesar la cabeza: “¿Qué habrá pasado con las gatas?”. Cuando por fin pudo volver a su hogar, encontró todo embarrado. Sus cosas, destruidas. El piano, inservible. Sus muebles, devorados por el barro. Sobre la batería que daba energía a la casa, la pequeña Ienieminie. Polly estaba arriba, con su ropa. Faltaba Pussy. Apareció en unos días.

Patrick lavando un vaso en un cubo con agua improvisado como fregadero.

Patrick lavando un vaso en un cubo con agua improvisado como fregadero. / Samuel Saborido

Su casa debería recordar a los pitufos, pero su característico azul ha sido tapado por el barro. Todo destruido; lo que no, por los suelos. Sólo un mueble parece haber resistido a la oleada. Una mesa redonda. Está seca. Ni un milímetro alejada de su común posición. Es extraño. Con la fuerza del agua, la riada debería, al menos, haberla llevado un poco. Sobre ella un libro. Impoluto. Ni una gota. Ni una página húmeda. ¿El libro? Una edición de la Biblia. ¡Patrick no da crédito! Ríe mientras lo cuenta. Sabe cómo suena. Pero no cree en coincidencias. Su rostro, arrugado por la edad, rodeado de canosos vellos, brilla. Un infante ilusionado aparece en él. Patrick siempre se muestra con un semblante alegre y tranquilo. Pero. Con esta historia. Con esta historia, la luz le consume. Como cuando bebe su preciada cervecita de la marca Ley de Pureza.

Infancia

Sus poco más de 170 centímetros son de bondad. Ama a todos los hijos de Dios. Todos son sus hermanos. Pero hay una con la que no congenia. Y es la única con la que sí comparte sangre, Monique. Con ella la relación siempre fue distante. Son polos opuestos. A ella le atrae la vida en sociedad y en el consumo. De pequeños no tenían los mismos amigos ni los mismos gustos.

Se criaron en La Haya, una de las zonas más pudientes del país y la ciudad donde reside la sangre azul. Su primer colegio era cristiano. Esta fue su puerta de entrada al amor a Dios. Ahora, rememora que aquellos años le sentaron muy bien. Encontró al Altísimo. El equivalente al instituto también lo cursó en un centro cristiano. Recuerda que ya entonces le gustaba más estar fuera de casa que dentro. Él prefería salir con la bici, solo o con amigos.

Desde pequeño ha visto problemas en su familia. El rudo holandés reconoce que se sintió solo. Muy solo. Frans, su padre, siempre estaba trabajando. Bastante tiempo. Por lo que Patrick estuvo la mayor parte de su infancia con Annie, su madre. Esta era ama de casa. Tiene ahora 80 años y mucha energía. Patrick se enorgullece de que ella no deja ni un poco de polvo y de que grita a Frans para que limpie. De su etapa juvenil recuerda no haber sentido el abrazo de su padre. Con él no podía conversar ni de lo que más les une: su amor a Dios. Esa, acentúa, fue la razón por la que buscó una familia entre los seguidores de Jesucristo.

Desde la riada, están más unidos que nunca. A 2.289 kilómetros, la familia Van Riessen está más próxima que en medio siglo. Frans y Annie llaman a su hijo cada día, varias veces.

Patrick durante la entrevista en su cuarto.

Patrick durante la entrevista en su cuarto. / Samuel Saborido

Le gusta sentir las lecciones del pastor estadounidense Carol Stevens. El evangelista defendió en vida en Baltimore todo aquello en lo que Patrick cree. Por eso, fue en cinco ocasiones a visitar la ciudad americana y a ver sus cursos. Stevens fue investigado por estafar presuntamente a sus fieles a través de su liderazgo. “Es imposible seguir a Jesucristo y no tener enemigos que te quiera hacer malas cosas”, es la respuesta de Patrick al ser cuestionado por dichas acusaciones. No es la única nota oscura en los ideales de Patrick. Se declara negacionista y cree que el COVID fue una gran farsa.

—¡Este mundo no es para mí!—, exclama Patrick.

Es feliz, pero revela que quiere morirse. Claro, para ir al “más allá”. Se siente un alien en la Tierra. Está convencido de que se irá pronto. El fin de los tiempos se acerca. El rapto. 2028, esa es la fecha en la que Patrick cree que todo acabará. Las aterradoras imágenes pre apocalípticas que lee en la Biblia dice haberlas visto ya. Recientemente, en los incendios que asolan Los Ángeles (Estados Unidos). Cree que en tres años los escogidos por Dios irán al cielo. Quienes no… ya saben cómo termina.

¿Si no es elegido? Sería el peor momento de su existencia. Todo por lo que ha luchado para intentar seguir los dictámenes de la Biblia, hablar con Jesucristo, ser un buen cristiano, despojándose de lo material… todo se habría perdido. ¿Y si Dios no existiera? Su vida carecería de sentido.

Hace siete años, todo cambió. Patrick era un intrépido viajero. Pisó el asfalto de Luxemburgo, Valencia, Casablanca (Marruecos), Torre Pacheco (Murcia), Bruselas, Málaga, Braga (Portugal), Baltimore (EEUU), Mónaco… El viajero incansable recogió sus alas y se acomodó en su nido. Ya tenía su hogar en Álora. Fue en aquel año, en el que dejó de quemar gasolina, en el que se dio cuenta de que cuando llegara el rapto, es en el pueblo perote donde quiere estar. Tal vez haya países más seguros como Australia, quizás lugares más bonitos por ver. Pero no hay lugar en todo el mundo donde quiera ir.

Los alocados viajes en caravana recorriendo las calles de media Europa han dejado paso a las apacibles jornadas en su pequeño terreno. Con un techo a doble vertiente, su casa parece ilustrada por un infante. Está revestida de azul pitufo. En el interior reina un pasteloso amarillo. Sólo hay dos estancias. Entrando encuentras una sala de estar, en la que no se puede estar. Una mesa redonda a la derecha coronada de innumerables objetos: cuatro botellines de cerveza, dos paquetes de bolsas de basura, una vela circular de unos 20 centímetros, papel higiénico, palillos para los dientes anexos a una cinta americana negra… Sobre todo los bártulos destaca algo. Dos folios grapados. Pintados de elegantes y finas letras de color azul. En el interior hay una paloma dibujada a lápiz. Los recibió hace unos días de su amiga holandesa Soraya.

Un arco naranja y amarillo da la bienvenida al dormitorio de Patrick desde la sala principal. El radiante sol de la tarde se cuela por las dos ventajas que tiene la habitación. Es simple. Una cama vestida de marrón claro es acompañada por un sillón, una estufa, una mesita baja y una silla con ropa. Un portátil gris fabricado por Sony corona la mesa. A su alrededor hay varios discos. Unos siete. Entre ellos destaca el CD de The Notebook, El Diario de Noah en español, es su película favorita. Podría verla sin parar cada día. Al despertarse, a mitad de la tarde y antes de dormir. Y si se levanta a las tres de la mañana porque no puede descansar, también. Ríe y llora cada vez que la ve. Shall we Dance, Babel, Alfie o Y tu mamá también son algunos de los filmes que sujeta la mesa. Junto a ellos, un libro rosado. ¿Será…? Sí, es la Biblia. La edición ampliada, para ser exactos. Suerte que se salvó de la riada.

Podría estar con sus padres. Ellos ahora se alojan en un piso modestamente lujoso en La Haya. Pero él prefiere vivir sus últimos momentos en esa casa en la que ha vivido dos riadas en 12 años y que no tiene agua corriente. Prefiere calentar durante cinco horas el agua para poder darse un baño que salir de este pedacito de cielo que ha encontrado en Málaga, su ciudad favorita. Esa en la que estuvo regalando abrazos durante cinco años. Diez si sumamos el lustro que lo hizo en Fuengirola.

Patrick es un alien entre mortales, que, aunque no todos amen a Dios como él, son sus hermanos. Es un extraterrestre esperando en Álora a que, en cualquier momento, pueda ir a su lugar: el cielo. Allí se llevará su alegría, su humor bienintencionado y sus abrazos. Quizás, también, alguna polémica idea. Seguro que lleva en su mano zurda una lata blanca de su cervecita favorita. Pura, por Ley.

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