Me hubiera encantado que fuera, me hubiera encantado verla allí, brillando subida al escenario del Carpena malagueño, me hubiera emocionado verla subir los peldaños del plató y con ansia esperar sus palabras, ver de nuevo sus ojos tan marinos y su voz tan dulce como arenosa. Me hubiera encantado. Pero agradecí que la señora Pepa Flores no fuera. Es más, sabía que no iba a ir. Lo sabía yo, que apenas soy un admirador de esta mujer, y lo sabía la organización. Lo sabía España entera.

Pepa Flores se fue para no volver. Colgó las vestiduras de Marisol hace muchos años, y no ha vuelto a su personaje desde entonces, coherente, firme y radical. Mariano Barroso, presidente de la Academia de las Ares y las Ciencias Cinematográficas de España, lo dijo así en la gala de los Premios Goya, «encontró su éxito personal cuando renunció a la fama». Es el camino inverso a las aspiraciones de mucho fantasma que aspira a una fama fatua en este mundo de posturitas, biografías inventadas, mediocres muy populares tan zafios como nocivos y concursos de medio pelo que alimentan al monstruo cuya única razón de ser es llegar a ser «famoso».

Las hijas de Pepa, Tamara Gades, Celia Flores y María Esteve, como un retrato no sólo físico de la madre sino espiritual, con parecido talante y saber estar, imponentes en su humildad, llenaron el recinto malagueño de una emoción que traspasó aquel espacio y alcanzó la pantalla. Lo mejor de la noche. Frente a la fatuidad de una fama cutre, la coherencia de una mujer que agradeció su Goya de Honor pero ahora vive «desde ese lugar en calma» que tanto le costó conquistar. Me hubiera gustado verla, pero agradecí que no fuera a la gala. Como todo el mundo sabía.