La memoria infantil goza del hermoso privilegio de ser selectiva. Va tiñendo la tela del recuerdo con momentos de dicha. Suele descartar situaciones irrelevantes y guarda en un cajón sombrío aquellas que son tristes, aunque seguramente resurgirán en la adolescencia o en el diván del psicólogo. Así es como una guerra es mucho menos dolorosa a través de los ojos de un niño. Los pequeños se aferran a un juguete maltrecho, un día de fiesta o un abrazo cariñoso de papá o mamá. A veces creo que es un instinto más para la supervivencia. De no ser así, muchos niños y niñas buscarían la puerta de salida antes de enfrentarse a los fantasmas interiores de la adolescencia, a la primera desilusión amorosa, al primer fracaso laboral, a la caída de las utopías de juventud o a los monstruos externos de la sociedad que tanto estrés y competitividad generan.

La mayoría de los adultos que hoy somos padres de niños menores de 18 años podemos presumir de haber disfrutado de una buena infancia. Más allá de los posibles conflictos intrafamiliares, vivimos una situación de mayor estabilidad social y económica. Entonces era posible salir a jugar fuera de casa y perdernos de los ojos de mamá porque las calles y plazas eran sitios seguros. Hoy, a los niños y niñas los hemos privado de transitar por esos lugares tomados por terrazas en las que los adultos impiden el uso de balones para no molestar a los comensales y en cambio les hemos dado licencia para conducir a alta velocidad por las carreteras del ciberespacio, repleto de violencia y peligros; los hemos privado de un árbol en donde poder construir el club de la pandilla y les hemos regalado casas de plástico que ocupan medio balcón; les hemos despojado de sus pantalones rotos con los que tan cómodo se va por el monte y los hemos metido en un sistema de consumo de ropa que sólo disfraza y da estatus; les hemos intercambiado las largas vacaciones en el pueblo con los primos por una guardería que los entretiene mientras los padres trabajamos.

Curiosamente, todas aquellas cosas que recordamos con alegría las hemos erradicado como si no tuviésemos otra intención que la de fastidiar la infancia de estas nacientes generaciones. Parece ser que votamos para que nuestros dirigentes formulen leyes que desprotegen cada día más a los más pequeños: más horas de trabajo a la semana, más guarderías que retiran a los pequeños de sus madres, más tiempo en los centros educativos. Conocemos los peligros de la sociedad porque somos nosotros, adultos, los que hemos creado esos males. Nos hemos dedicado a cultivarlos día a día. Los reproducimos frente a estos pequeños seres cuya manera natural de aprendizaje es la mímesis, es decir, la fiel reproducción de nuestro actuar.

Los padres y madres que nos empeñamos en dotar con amor a nuestros hijos de herramientas necesarias para que sean felices sabemos que los valores se viven y las capacidades se aprenden. Así pues, si en casa se vive con respeto y se trabaja de manera solidaria, el niño o la niña irá creciendo internamente para vivir con respeto y trabajar de manera solidaria fuera de casa. Sin embargo, notamos cómo la imitación de actos nocivos es mucho más rápida y duradera. En ocasiones eso nos hace sentirnos frustrados. Nos preguntamos cómo es que el niño aprendió a usar su avión de juguete como si fuera un cazabombardero, reproduciendo los sonidos de la guerra, si en casa no se ven dibujos violentos ni se mencionan cruentas batallas. Y aunque no podemos culpar a la escuela, sabemos que ésta es el segundo filtro social con más importancia en la infancia. Allí llegan los aprendizajes de todos los hogares y se reproducen cual virus los comportamientos incorrectos.

Es por ello que sobre los hombros del docente recae la responsabilidad de ser mediador y regulador de lo que es adecuado y no, y de reforzar las actitudes positivas con el reconocimiento y el ejemplo. Me viene a la mente una frase escrita por un defensor de la infancia: "La mejor forma de evaluar una civilización es ver cómo cuida de sus niños". Seguramente tendríamos más suspensos que los niños que han renunciado a memorizar datos en la escuela.

Volvieron a salir encuestas sobre la felicidad y estamos en el puesto 46. Los escandinavos vuelven a tomar la delantera. En esta ocasión van primero los daneses, quienes lograron aprender del dilema de su príncipe más famoso, Hamlet: ´Ser o no ser, esa es la pregunta´. Optaron por ser, y ser muy felices. Si el dilema estuviera basado en la cuestión capitalista ´tener o no tener´ seguramente serían muy infelices. En Dinamarca han encontrado fórmulas envidiables, basadas en la honesta gestión gubernamental del casi 60% de sus ingresos (impuestos). A cambio obtienen respaldo para obtener una excelente calidad de vida: escuela pública de vanguardia desde infantil hasta la universidad, incluso más si desean especializarse. A los jóvenes se les paga para que no dejen sus estudios, trabajan sólo 37 horas a la semana, seis semanas de vacaciones pagadas (de no tomarlas se retira un incentivo), retribuciones económicas de hasta un año a las mamás trabajadoras para que se queden en casa y seis meses para el papá, colegios hermosos en los que se aprende con alegría, la lectura como un medio de enriquecimiento interno, el valor ciudadano del respeto al otro y al medio ambiente, extraordinario sistema sanitario y de pensiones. Vamos, que han constatado que la felicidad se encuentra en los pequeños detalles, en lo que es esencial en la vida: tener tiempo para disfrutarlo con la familia y para enriquecerse internamente? eso sí, lo tienen claro, cuanto más alejados estén del sueño americano, más felices se encuentran.

Para llegar a ese ideal de vida es necesario refundar la sociedad sobre cimientos de honestidad. Pero sobre todo en el cuidado y respeto de la infancia, volver a construir el mundo en el que crecimos con tanta alegría para devolverles a los niños y niñas la posibilidad de ser felices.

Veo a grupos sociales por la calle peleando por sus derechos, pero rara vez me encuentro con padres o madres defendiendo con valor los derechos de sus hijos? creo que ya es tiempo.

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