Como la industria de la música necesita ahora el pack completo, que sus estrellas sean también ´celebrities´, los instantes previos a la actuación de Amy Winehouse en Rock In Río (que se celebra en Arganda del Rey; vamos, ejemplo meridiano de lo estúpido que puede llegar a ser la política de franquicias) son carne de comentarios sobre sus supuestas politoxicomanías. "Amy va a salir con retraso, ¿no?", apunta preguntando a otro colega uno de los lamentables comentaristas televisivos del recital. "Sí, es que todavía está en el WC", responde otro haciéndose el simpático. Ja, ja, ja.

Siempre ha habido algo perturbador pero magnético en asistir a la desintegración de un artista. El disco más vendido de Billie Holiday sigue siendo ´Lady in Satin´, grabado en un momento en que la garganta de la señora Day era un tan esforzado como doloroso cascajo, producto de la adicción a la heroína, que vagabundeaba por melodías extrañamente, fantasmagóricamente, light. ¿Documento de la íntima verdad de una artista o espectáculo de su decadencia? (Curioso: paseando el otro día un señor extranjero con perro y flauta incorporados me vio con mis auriculares musicales y me gritó: "¡Soporta la belleza!". Mala traducción del inglés "Support beauty", o sea, "Apoya la belleza". Me dio qué pensar esa frase mal trasladada pero tan apropiada a veces).

Lo de la Winehouse me resulta ciertamente menos descarnado que la peripecia de la gran Billie: percibo algo de pose, detecto que se gusta embutida en esa imagen de chica mala a la deriva; supongo que esa estilización de la ruina, esa cierta distancia, es lo que hace que sea soportable verla y oírla. Eso es lo que nos gusta, el juego del patetismo, el convertir el abismo en una alfombra roja llena de flashes poblada por gente que se tambalea, pero que no se cae; si se desplomaran sería ´too much´, sería triste, miserable, trágico y antihigiénico (Nota: he escrito este artículo enfundado en una camiseta de Sid Vicious).