Pasado el Cabo de Hornos de la Prudencia, una vez que hasta el mismísimo Zapatero pronuncia la palabra crisis sin que se le originen náuseas estomacales, han salido profetas desde todos los rincones, cajas de ahorro, seminarios de estudios, banca y universidades, para anunciar la mala nueva de que la cosa está jodida.

Al grito de "¡Profeta tontolaba, el último!" no hay vaticinador que no venga en abundar que el futuro es tan oscuro como el petróleo y tan arriscado como su precio. Si, por algún pueblo de España, quedaba algún ciudadano dispuesto a abrir un negocio o contratar a un trabajador en su modesta y pequeña empresa, o algún otro empeñado en comprarse un automóvil nuevo o en hacer reformas en la cocina, ya se le han quitado las ganas, y a lo más que llegamos es a acaparar alimentos que no se estropeen para cuando lleguen los días de plomo y escasez que todos los augures pronostican.

El problema es que, entre tanto profeta por kilómetro cuadrado, no haya ningún/a tipo/a con alguna idea medianamente clara para afrontar lo que se aproxima. Ni uno. Sale algún consejillo, alguna ocurrencia, alguna melonada sublime, pero seguimos dependiendo de la energía que compramos fuera, la vamos a combatir poniendo más molinos de viento, y comprándole electricidad a los franceses producida por sus centrales nucleares, que el presidente del Gobierno no está dispuesto a instalar aquí.

Antes, a esto se le llamaba resignación cristiana, pero en tiempos tan laicos como los que corren habrá que denominarlo de otra manera, "estoicismo civil" o "mansedumbre hispana", "paciencia socialista" o "rendición popular".

Hace poco estábamos conmemorando la Guerra de la Independencia, pero ahora nos limitamos a escuchar a los profetas y a bajar la cabeza en señal de rendimiento. Mal asunto.