El primer tío que me habló de ecología me pareció un iluminado. Peor, un descerebrado. Alto, desgarbado, casi tímido, acudía donde los periodista a vaticinar grandes catástrofes, un futuro con máscaras de oxígeno, un planeta mortalmente podrido. Con la inflación por encima del quince por ciento, el paro en dos dígitos, y dos millones de emigrantes, la amenaza de la contaminación en Andalucía resultaba un espantoso sarcasmo: mejor contaminados hasta las trancas por una asquerosa industria que sentados en las escaleras de la plaza del pueblo, esperando que el capataz del cacique nos elija para completar las peonadas del Plan de Empleo Rural. Pero aquel iluminado, al que motejaba como el profeta de los nenúfares, llevaba toda la razón.

La primera vez que una tía, porque había que ser una tía, me abroncó (dedo índice apuntando a mi pecho machista) a propósito de una ley sobre la paridad, me pareció que a aquella muchacha, por otra parte bastante mona en sus tiempos, se le había ido la cabeza de tanto pelear sitio entre tanto macho cabrío como había en las izquierdas, algunos con la cabeza muy bien amueblada de Rosas Luxemburgo pero peleados con el desodorante a perpetuidad. No era feminismo radical, era sencillamente un disparate. No solamente me pareció que aquella mujer enfebrecida necesitaba un psicólogo. Sobre todo un novio de buen calzo que la sacara de tanto ensimismamiento premenopáusico. Pero resultó que aquella mujer tenía razón.

Una vez tuve un cierto éxito local (quiero decir que me felicitó un primo, que lo leyó de casualidad) con un cuento de un bisnieto de emigrantes negros como el tizón, un tal Oriol Ngema Ripollés que fue elegido por mayoría absoluta honorable president de la Generalitat de Catalunya. Una historia que dedicaba a laseñora de Jordi Pujol, que había mostrado su fastidio porque la ancestral cultura se viera contaminada con pieles y acentos que ponían en peligro la puridad catalana, o sea. Aquel cuento se hizo realidad mucho más pronto de lo que la señora de Pujol hubiera deseado: no era negro sino andaluz, no se llama Oriol Ngema sino José Montilla y es honorable gracias a los votos de cientos de miles como él. Para lo de Oriol, por cierto, sólo faltan dos generaciones o tres y doña Marta no estará para verlo.

Chaves, siguiendo los pasos federales, ha sentado a un emigrante marroquí en su ejecutiva. El muchacho se llama Lahbib Chebbat. Si Chaves las pasa moradas con ´la señora Martínez´, su relación dialéctica con el nuevo responsable de cooperación y emigración de los socialistas andaluces promete momentos de gran intensidad para su entrañable dislexia. A pesar de ello, no se ha arredrado. No es valor. Es política.

Primero porque estas cosas de los pobres, los moros y los negros son tareas de las izquierdas, que para eso se llenan la boca hablando de solidaridad e igualdad mientras los de derechas las pasan canutas renovando sus créditos con los bancos para cuando se pueda volver a especular. Y segundo porque, después de todo, parece que hay urnas por ahí detrás. A partir de ahora no habrá municipio o aldea, distrito o asociación vecinal que no tenga en la mesa a un inmigrante al fondo. Le llaman ecología, paridad, solidaridad. También le pueden llamar votos.