La única consulta que debe dar un poco de miedo es la consulta del Seguro, esa donde los quebrantos orgánicos de uno apenas merecen la atención de un médico, saturado de pacientes por cierto, durante dos o tres minutos. Lamentablemente, esa del Seguro es, a excepción de la que nos hacen cada cierto tiempo para que elijamos en las urnas entre Sota y Caballo, pues el Rey se da por elegido, la única consulta que se ofrece a los españoles, como si al Estado le diera lo mismo, cual sucede en efecto, lo que éstos pudieran pensar y expresar espontáneamente sin la interferencia o la mediación de los partidos. No digo que el Estado o el gobierno debieran consultarlo todo a la ciudadanía, pues acabaríamos aborreciendo semejante compulsión asamblearia, pero sí que cuando a alguna instancia institucional se le ocurra preguntar algo a aquellos a quienes sirve, se tome como algo natural, como cuando el camarero nos pregunta si la leche del café la queremos fría o caliente, y no se ponga en marcha toda la gendarmería legal y alegal del Estado para impedirlo.

Ahí tenemos a Ibarretxe, presidente democráticamente elegido del gobierno vasco, al que se sataniza hasta la náusea por pretender someter a la opinión de los ciudadanos un par de cuestiones que, si bien a algunos políticos y periodistas les pueden parecer baladís o torticeras por demasiado ligadas a sus aspiraciones soberanistas, no dejan de ser cuestiones políticas que merecen ser discutidas en la ´polis´. Si Ibarretxe hubiera propuesto gravar con una tasa a los rubios, expulsar del territorio de su jurisdicción a los electricistas, prohibir el uso de la bicicleta, o crear una cartilla de racionamiento para el bacalao al pil-pil, se entendería la movilización del resto de las instituciones del Estado para pararle los pies , pero toda vez que lo que quiere el hombre es algo tan democrático como preguntar a la gente, no se entiende, o sí, la indignación, que cursa incluso en prepotencia y chulería, de los que nunca preguntan.