Poco a poco, como con desgana, con apatía, con abulia, la Ley de Memoria Histórica da algún que otro fruto. Mientras que Bono se niega a retirar los cuadros de los presidentes franquistas, afirmando que forman parte de nuestra historia, el pleno del Ayuntamiento de Sevilla, con los votos del PSOE, IU y el PP, decide retirar el título de hijo adoptivo de la ciudad al general Queipo de Llano, considerando escasos sus méritos para poseerlo. Para Rafael Alberti el único mérito del general golpista era el de rebuznar en las ondas de radio Sevilla. Y hay que felicitar sin duda a los tres partidos porque se dejaron llevar por la lógica. Porque este hecho se convierte en noticia ante la reticencia y el empecinamiento de otros muchos ayuntamientos y diputaciones, como la de Alicante, por ejemplo que, con los votos del PP, rechazó retirar los honores concedidos a Franco, alegando que "ya está muerto y enterrado, y que este asunto no le quita el sueño a nadie". También podrían haber dicho, siguiendo el razonamiento del Presidente del Congreso, que Franco forma parte de nuestra historia. Cosa por otro lado evidente; como Hitler forma parte de la historia de Alemania o Mussolini de la de Italia y, que sepamos, sus estatuas no se ven en ninguna plaza ni son hijos adoptivos de ningún pueblo. El problema es el empecinamiento con que los políticos se empeñan en mantener y no enmendar posturas. Trillo, tras darse a conocer la sentencia del 11-M, sigue insistiendo en que nada se sabe de la autoría intelectual y vuelve a abrir la puerta de la teoría de la conspiración, como hiciera Cospedal en la Cope: "Los españoles tenemos derecho a conocer lo que pasó". No son conscientes de hasta qué punto los españoles castigan esas insistencias. Como tampoco lo fue Zapatero al negar la crisis. Y su empecinamiento le ha llevado a otra crisis propia e intransferible: la de su credibilidad.