No tengo noticia de ningún aspirante al trono que haya practicado el ciclismo en su faceta de competición, ni recuerdo herederos de grandes fortunas o personas del Gotha de los Millonarios que se hayan subido a una bicicleta, más allá del pasatiempo de la niñez o del exhibicionismo ecológico circunstancial.

Esos humildes colosos, que se suben encima de una bicicleta y pedalean durante doscientos cincuenta kilómetros, no pertenecen a las familias que dominan el accionariado de las grandes empresas, y suelen proceder de entornos modestos, al contrario de lo que sucede en otros deportes, el tenis, por ejemplo, o el golf, donde existe una mezcla de estamentos sociales, cada día más interaccionada. El caso de chicos recogepelotas, como Manolo Santana, o caddys convertidos en campeones, como Severiano Ballesteros, certifican la leyenda de que deportes que durante mucho tiempo parecían reservados a estratos sociales selectos se han democratizado por el mérito individual de personalidades excepcionales.

El ciclismo, en cambio, parece demasiado sacrificado, excesivamente abnegado como para tentar a algún apellido ilustre, y su nómina no suele contener parentescos con las grandes finanzas o los apellidos famosos. A ningún tenor célebre, a ningún rey le sale un hijo ciclista, lo que me suscita mayor admiración en estos hombres que arriesgan su vida bajando pendientes imposibles, y que soportan recorridos que a mí, conduciendo un automóvil con aire acondicionado, me fatigan.

Esos humildes colosos tienen, también, entre ellos, sus rangos, y existen los que jamás verán su nombre en los titulares, los llamados domésticos, los sacrificados, toda una lección en una sociedad que vive bajo el lema de ´antes muertos que sencillos´.