Algunos ayuntamientos no es que tengan ahora que enfrentarse, si no quieren delinquir por dejación de sus responsabilidades, con niños que más que niños parecen monstruos sedientos de ruido y alcohol, sino que los han creado ellos con la cobarde y malentendida permisividad de que esos algunos han hecho gala, cuando no baza electoral para pillar el voto ebrio de esos adolescentes de hígado en trance de quedarse tan sonado como sus cerebros, que se dedican a miserabilizar la vida, ya bastante fastidiada por cierto, de los niños chicos que se acuestan a su hora, de los ancianos que mantienen relaciones tan difíciles con el sueño, de los trabajadores que han de madrugar para alimentar con su trabajo y sus impuestos a la turba ociosa precisamente, a los enfermos y convalecientes para quienes el descanso y el silencio es una necesidad y un tesoro, y, en fin, a las personas sensibles, honradas y pacíficas que ven sus hogares violados por el vocerío borracho y el terror de los bongos y los coches tuneados.

Los niños de la botella, no tan niños pero sí más pueriles que los niños de verdad, a punto han estado de linchar a una familia de una ciudad salmantina que denunció su botellón infecto, esto es, que no se resignó a su tiranía, y anteanoche mismo, unos policías locales fueron agredidos en otro botellón por intentar cumplir con sus obligaciones. Granada y A Coruña han conseguido erradicar, mediante la modalidad de mandar a los zánganos a desfogarse a un descampado, ese fenómeno delincuente que los ayuntamientos y el gobierno han permitido y en ocasiones fomentado, pero quedan sitios, que habrá que ir denunciando para público escarnio, donde la magnitud del horror callejero de jueves a domingo sólo es comparable con la mendacidad de sus autoridades locales. Los niños zánganos del botellón, ¿habrán de escribir ellos el futuro?