Opinión

El Danubio no es azul

El Danubio sólo es azul para los muy daltónicos o los muy enamorados. O para aquellos que, en la fantasía del distanciamiento, lo evocan sin mayor referencia que el lánguido vals de Strauss. Cuando el viajero aterriza de la ensoñación a la visión real del Danubio -en el caso, esto es, de que no sea daltónico, esté enamorado o mejor reúna ambos requisitos- descubre que las aguas del Danubio son de un inequívoco color marrón oscuro. Marrón el Danubio, gris el cielo, Viena es la perfecta ciudad de la melancolía; marmórea, fría, bella, solemne y fúnebre como un gran mausoleo.

En esta atmósfera no es extraño, como cuenta leyenda y estadísticas, que el suicidio se convirtiese en una enfermedad crónica en la ciudad, al punto de dar nombre y abundante clientela a un médico especialista en tratar a estos enfermos de melancolía; el llamado ´Doctor Suicidio´. Fue dicho médico, Karl Kronor, quien, encargado de diagnosticar la causa del presunto suicidio de Geli Raubal, sobrina y quizás incestuosa amante de Adolf Hitler, determinó el mal de ´las doncellas suicidas de Hitler´, que elucubraría sobre el motivo de que casi todas las amantes del Führer consumasen o intentasen el suicidio. Según dicha hipótesis psicoanalítica, tal circunstancia se debía a la perversidad sexual del dictador que, exigiendo prácticas aberrantes a sus partenaires las empujaba a quitarse la vida. Una anormalidad sexual que, de acuerdo con estas teorías fue el origen de su patología política asesina porque "lo aislaba del amor normal de los seres humanos".

En esta coyuntura, su odio a la etnia semita se explica en parte por el deseo de su sobrina amante, Geli Raubal, de abandonarlo para marchar a Viena y comprometerse con un maestro de canto de origen judío. Se cuenta que, tras una fuerte discusión entre tío y sobrina, la joven Geli fue hallada muerta de un tiro en un dormitorio del departamento del Führer. Tal vez víctima de su propia zozobra o, a manos del dictador o su camarilla, temerosos de que por boca de la muchacha, el mundo supiese de los repugnantes e impopulares hábitos sexuales del líder y esto paralizase su ascenso político.

Cualquier anécdota relacionada con la ciudad vienesa remite a trágicas biografías coronadas por violentos desenlaces, sólo explicables desde el trasfondo turbulento del psicoanálisis. No obstante, el propio Sigmund Freud, huyendo de Alemania a Austria por la persecución antisemita, dado su origen judío, instaló su despacho en esta ciudad, bien abierta a dar siempre pábulo a sus teorías con historias como la del suicidio de Rodolfo, único heredero idolatrado de la Emperatriz Isabel de Austria que, adicto a la morfina y afectado por una enfermedad venérea, se quitó la vida en Mayerling junto a su amante, María Vetsera. Muerte que hundió a la célebre Sissi en un estado depresivo crónico, llevándola a medidas como la de adoptar un luto permanente y regalar sus joyas que, entre el pueblo austriaco, se interpretaron como síntomas de la incipiente locura de la emperatriz.

De la llámese locura o extravagancia o espíritu aventurero e inconformismo de esta mujer se hace eco cada rincón de la ciudad; es imposible pasear por Viena sin tropezarse a cada rato con el fantasma de Sissi; su ángel y sus demonios. En sus residencias palaciegas de invierno y de verano, los salones de lacados blancos y tapizados de terciopelo rojo del plan ´Señorita Pepis´, prodigan en lienzos y fotografías la belleza más popular de una soberana. Congelada en plena juventud, pues, dado su culto a la estética, la emperatriz no quiso retratarse más allá de los treinta años. A partir de tal edad, se convirtió en una sombra anónima y enlutada que viajaba constantemente de incógnito de un lado al otro de Europa hasta hallar la muerte a manos de un anarquista italiano que, a falta de encontrar el verdadero objetivo de su afilada lima, se conformó con apuñalar el corazón de la bella Sissi que apenas sangró como por miedo a ensuciar su pecho impecable. Ligada la legendaria mujer a la reencarnación cinematográfica que todos conocemos, la célebre actriz vienesa, Romy Schneider, de sorprendente parecido con la soberana tanto en la hermosa fisonomía como en su desgraciado perfil biográfico, marcado por las desventuras sentimentales y el accidente mortal de su hijo que la dejó abatida en una existencia depresiva alimentada por el alcohol y los somníferos, arrastrándola a una muerte en el anonimato y la más completa de las soledades. Como se dice que murió Mozart, después de tanto brillo, honores y adoración de las masas; enfermo, pobre, absorto en la composición febril y obsesiva de lo que resultó ser su propio Réquiem hasta dar con sus consumidos huesos en la sórdida oscuridad de una fosa común.

En la tarde de Año Nuevo, las notas impolutas de una pieza mozartiana trepan hacia las torres de la catedral de San Esteban. Afuera, en los pubs de luz amarillenta, recogidos y silenciosos como confesionarios, algunos vieneses rezagados ahogan su natural melancólico ante una jarra de cerveza.

La ciudad espera que algún viajero daltónico o enamorado vea su Danubio azul.

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