Opinión

El tiempo

Me siento a escribir este artículo la mañana del uno de enero, que ha amanecido más despejada y más limpia que la vaticinada por los augures del tiempo (atmosférico). Me siento, como decía, a escribir la primera columna del año. El uno es un número con gran prestigio (aunque aquí, quien de verdad sabe de números y de casi todas las cosas, es Manuel Laza, ese maestro, en el amplio y bueno y hondo sentido de la palabra, que nos ilustra los miércoles en estas mismas páginas). Pero a lo que iba, al artículo primero de este año, escrito en el día primero. Y me enfrento quizás a él con un semblante distinto (de igual forma, supongo, que se enfrentará usted, asimismo, a su cotidianeidad como si se hubiera renovado), y lo hago todo como con cierta aprensión, con cierto toque inaugural, aún sabiendo de sobras que esto del tiempo no es más que un convencionalismo, como la mayoría de las cosas de nuestra vida, un acuerdo al que hemos llegado entre todos (bueno, entre casi todos, que los musulmanes cuentan a su manera, los judíos a la suya, los chinos también van por otro lado?) para decir que hoy es hoy y ahora es ahora.

Nada más flexible ni más inabarcable ni más literario que el tiempo. "El tiempo es un tigre que me devora, pero yo soy ese tigre", decía el gran Borges, que nos sabía hechos de tiempo y se llamó a sí mismo "fortuita cosa de tiempo", que gustaba de jugar con él y que se preguntaba, en un conocido poema, "en qué ayer, en qué patios de Cartago cae ahora esta lluvia", igual que el poeta andaluz Rafael Guillén, ante la contemplación de un "ungüentario de cristal romano que veinte siglos irisaron", pensó que si, de pronto, resbalase de sus manos "y se estrellase contra el suelo dulcemente,/ consternación aparte, no sabría/ apreciar las distintas magnitudes de tamaño suceso,/ ni sabría ponerle fecha; pero estoy seguro/ de que en el tiempo aquel que permanece/ detenido entre togas y columnas/ se oirían los clamores del desastre".

El tiempo, que juega con nosotros todo el tiempo, que nos deja creer que somos eternos sólo porque desconocemos qué porción nos ha tocado (porque "el tiempo y el destino se parecen los dos"). El tiempo, el implacable, el que ni se para ni tropieza, el que nos ocupa y nos preocupa sólo a ratos.

Y de pronto hoy, que proso estas líneas, he dado en creer (o en aceptar, que tal vez sea más exacto), que es como si todo comenzara de nuevo, que tengo otra vez la oportunidad de empezar por el principio y tratar de hacer bien las cosas, como si lo pasado, la arena depositada en el hueco cóncavo del reloj, sirviese sólo para contar lo ya incontable, el tiempo eterno de los muertos.

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