Opinión
Fin de año televisivo
No hay nada más triste y aburrido que el fin de año de las televisiones. Los presentadores son cualquier cosa menos contagiosos, y sus sonrisas y sus felicitaciones están tan sobreactuadas que transmiten justo lo contrario de lo que dice el guión: vacío, melancolía, resignación, miedo, ganas de esconderse debajo de la cama para que ese año ladrón que se acerca sigilosamente no le encuentre a uno. Ellos y ellas se visten de gala, se aferran a una copa de cava que más parece un clavo ardiente, se vuelven cada diez segundos hacia el gran reloj que rige nuestros destinos de peatones esclavos del tiempo, hacen comentarios banales sobre las uvas o el carillón (´que también se puede decir carrillón, ¿eh?´ gritaba uno de ellos como si estuviera resolviendo una apuesta entre familiares en una cena privada), se piropean uno a la otra y viceversa sin gracia. Tontas ceremonias por estar en las cuales los anunciantes pagan cifras astronómicas, algo que nunca entenderé porque si yo fuera uno de esos anunciantes no permitiría que se identificara el logo y los productos de mi empresa con programas tan somnolientos, desganados y previsibles (a no ser que vendiera escobillas para el váter o chalecos para perritos salchicha). Luego suenan las campanadas, el jolgorio obligatorio estalla en los televisores y un servidor de ustedes, en efecto, se atrinchera detrás de una docena de cojines para que no le manchen las burbujas y los puñados al aire de confeti, que deben de tener algún componente euforizante y radiactivo, quizás el gas de la risa modernizado, a tenor del efecto que hace en los presentadores y en la gente que se arremolina alrededor de ellos. Esos presentadores cobran por fingir que están mega contentos y genuinamente esperanzados en que esa división artificial entre el año que sale y el que entra (una artificialidad que prueban las conexiones con los lugares donde, por los usos horarios vigentes en ellos, el fin de año se ha celebrado o se celebrará diez o doce horas antes o después que el nuestro) sea positiva para las personas y para el mundo, pero ¿y nosotros, los telespectadores, los que enchufamos el aparato y les permitimos inundar nuestra plácida existencia con sus gorgoritos desenfrenados y sus chascarrillos tópicos, por qué les hacemos el regalo de una determinada cuota de pantalla? Al igual que, como decía, no entiendo a los anunciantes del último y del primer minuto tampoco me entiendo a mí, que año tras año miro, haciendo zapping de un canal a otro con una morbosidad ilimitada y autodestructiva, el fin de año de las distintas cadenas de televisión, ni a la audiencia en general, que, de no estar en la calle pegando botes o en una discoteca retorciéndose como trapos de cocina, casi unánimemente se engancha a estos programas sin ritmo, sin color, sin verdad y sin pudor (no hay más que repasar la nómina de artistas o estantiguas invitados que suman entre todos, la mayoría supervivientes del Titanic). Lo único bueno de todo esto es lo siguiente: gracias a dios, al dios que ustedes prefieran, el año 2009, si lo piensan bien, no existe, ni tampoco el 2008, ni ninguno. Lo que existe, de existir algo, es el tiempo que transcurre y las ganas o no que cada cual tenga de seguir siendo arrastrado por su corriente. Tiempo desnudo, no años. Una verdad rotunda pero tan pequeña que a ninguna televisión se le ocurriría nunca hacerla protagonista de parrilla.
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