Opinión

Ni qué niño (palestino) muerto

Como ya dije, me hice periodista para no madrugar. Una profesión mal pagada pero decente para la que no había que levantarse nunca antes de las diez ni después de las doce. Periodista de periódico, se entiende, echándonos a perder con mucha afición. Una noche conocí a un tipo de la radio que hacía un programa despertador. Anduvimos arreglando el mundo de barra en barra y a las seis y media (de la madrugada), más por curiosidad que por vocación, le acompañé a la emisora. No podía tenerse en pie pero ello no le impidió hacer su trabajo con sobrada eficiencia: los buenos días con alegría, la temperatura con decimales y el estado del cielo con mucha imaginación. Un locutor medio borracho despertaba a la ciudad con una diana de hermosas pamplinas y una copla de Serrat. Me pareció un héroe, un gilipollas, un descerebrado admirable. Y un profesional. Me fui a acostar en plena exaltación en las ondas de los churros con chocolate y, naturalmente sin abusar, de un sol y sombra también llamado carajillo.

El impacto de los niños palestinos muertos viene a ser en sí mismo una aburrición, una negación periodística. Por su funesta manía de repetirse. Como las víctimas del tráfico de tráfico del fin de semana, las inundaciones en Bangladesh, forman parte del parte de accidentes, en este caso, del accidente político. Los primeros niños palestinos muertos me produjeron una turbadora impresión: aquellas caras reventadas por las bombas israelitas, las madres rotas, los padres jurando venganza, la sensación de pobreza, de vida nacida para carne de informativos. Pero se cura con años de redacción y kilos de fotos de niños palestinos muertos. Venías de cenar unas albóndigas cojonudas y un par de riojas deliciosos y un güisqui para rematar y el pie de foto (la cosa da para un pie de foto) de los niños palestinos muertos salía bordado, tan profesional como los churros con chocolate y el carajillo de mi colega de la radio despertador.

Esto de la profesionalidad viene a ser una forma miserable de anestesia. Ocurre a su manera en las cabalgatas. Una enorme industria de la mentira, como casi siempre, con niños palestinos muertos al fondo de la portada. Habría sido una conmoción encontrar anoche a tres reyes magos, aunque fueran de pueblo, en huelga de lanzamiento de caramelos por la matanza de santos inocentes en el territorio donde adoraron al niño Dios. Pero habría sido poco profesional. Algunos hemos conocido a reyes baltasares que estarían mejor en la cárcel. A los más canallas siempre les da por Baltasar. Como si yendo de negro fuera mayor la penitencia y la bula. Daba cosa ver a aquellos chiquillos posados en sus rodillas.

Quise creer que los niños del holocausto nazi eran los niños de los bombardeos de Palestina. Quise creer que todos los niños de todos los holocaustos, de todas las hambrunas, de todos los dioses vengativos, de todas las guerras de religión, eran el mismo niño y que nosotros nunca permitiríamos más matanzas y acabaríamos imponiendo la fuerza de la razón y de la palabra. Menuda estupidez. No hay por qué preocuparse. Como hay mañanas para que existan los programas de radio, hay niños palestinos (muertos) para que sigamos sintiéndonos muy profesionales.

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