Opinión

De la guerra y el látex

No sólo Dios está capacitado para dar vida. También Robison Crusoe. Y Daniel Defoe. Quizá, incluso, Félix de Azúa, puede que también mi menisco. Lo único que separa a mis piernas de la controvertible facultad de génesis es su distancia con el cerebro, un órgano que, al fin y al cabo, suele hallarse en regiones más próximas que el cielo o la combustión de planetas. Para que un objeto adquiera vida lo único que hace falta es la cercanía. O mejor dicho, la frecuencia. Si usted se sienta a diario frente a un tapón de corcho, tenga a buen seguro que acabara atribuyéndole un nombre y acariciando su lomo en las frías tardes de enero. Eso no se llama esquizofrenia, sino maneras de estar solo, que diría el poeta. Una vez hubo un poeta portugués que vivía con cuatro hombres en su cabeza y, probablemente, más de un objeto. Para alumbrar lo inanimado tampoco es necesario ser poeta. Hay gente que numera sus pinzas y las jerarquiza por razones de apego. Otros dialogan con a un jarrón de auténtica porcela china. Los hay, incluso, que se enamoran de su automóvil y hablan del chasis y la tapicería como si se tratrase de Escarlata O´Hara o la fundación del imperio carolingio. Esta semana un tipo pensó lo mismo de las muñecas y raptó siete de una tienda de lencería erótica. Supongo que no sería para conversar acerca de la tabla periódica y convidarlas a dulces, pero tampoco hay que dudar de la moralidad del desdichado. Siempre me han sorprendido las posibilidades del cerebro. Donde dice cabeza, debería aparecer un cuadro explicativo y una flecha hacia un nuevo planeta. La gente es así, da vida cuando quiere, humaniza la materia en función de las circunstancias. Israel hace justamente lo contrario. Donde pone palestino, ellos ven estadística. Le importa menos un árabe que una muñeca hinchable. Tendrán tapices con nombres de mujer en sus abultados salones, pero sus estrategias respetan menos a los refugiados que a una media de nailon. El tipo de las muñecas fue reducido por la policía en nombre de la propiedad privada y las buenas costumbres. A Olmert y sus secuaces sencilamente se les recomienda. Si mis tobillos pudieran dar vida practicarían sanciones internacionales. Pero no pueden. Y se conforman mirando hacia arriba para inventar mundos entre los muebles.

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