Opinión
La crisis del porno
La industria del porno norteamericana pide no ser discriminada de las ayudas públicas que el gobierno de ese país está destinando al ramo del automóvil, a bancos, a corporaciones financieras o a inmobiliarias. Según hemos leído estos días, a sus empresarios también les ha pillado en ropas menores el bajón económico generalizado y temen tener que cerrar estudios, despedir actores y dejar de producir películas. La pornografía, al parecer, es un negocio muy rentable que da de comer a mucha gente, además de resultar beneficioso para la libido de tanto personal cariacontecido, con la imaginación desinflada o huérfano de soles en la piel. Muchas veces de manera chabacana, sin gracia, sexista y bobalicona y otras pocas con extraordinario buen gusto ético y estético (en lo que no se diferencia de la práctica de la abogacía, del periodismo o de cualquiera de las otras actividades humanas), a ambos lados de la pantalla, sin embargo, se pretende investigar el lado más reprimido de nuestras pasiones y deseos, de nuestras fantasías y miedos, la zona en sombra en la que el cuerpo y el espíritu dialogan en voz baja o se arañan mutuamente con ferocidad antiquísima. Aunque sólo fuera por esto, y porque al abrir esas puertas ofrece la oportunidad de airearse psicológica y epitelialmente, la pornografía ha cumplido desde siempre en todas las culturas una función beneficiosa, liberadora y positiva tanto a nivel social como individual. Habrá quien abuse de ella también a ambos lados de la pantalla, la de los implicados laboralmente en su producción y la de sus consumidores, pero ni su objetivo ni sus medios son reprochables a priori y quizás todo lo contrario. Si me apuran, y si me permiten una opinión heterodoxa a la que no le gustaría ser juzgada como una simple ingeniosidad, la industria pornográfica es humanísticamente más importante para la buena marcha del mundo que la automovilística, la financiera, la bancaria o la inmobiliaria. (Ya ven que escribí ´humanísticamente´ y no ´económicamente´, dos adverbios que, para desgracia del género humano, llevan dándose la espalda casi desde la misma invención del lenguaje). Por no hablar de la industria armamentística, la de la droga, la de la explotación sexual de las mujeres, la de la esclavitud de los niños o la de esos laboratorios farmacéuticos que se inventan enfermedades o nos usan como cobayas involuntarios, todos los cuales son negocios obscenos y criminales que saben, de una manera sibilina y secreta, conseguir ayudas de los Estados, que se lucran directa o indirectamente con ellas por más que lo nieguen, sobre todo los democráticos, con aspavientos y muchísimo teatro. Así que por qué no: que Estados Unidos acuda al rescate de la industria pornográfica si es que de verdad ésta está en peligro de desaparición o de bancarrota. Porque se lo merece y porque en tiempos de bolsillos vacíos el ocio pornográfico, que entretiene prolongadamente por poco dinero, puede contribuir a que muchos se olviden de sus males, usando ese paréntesis de gustito catódico, y con suerte en compañía, para llenarse los pulmones y coger fuerzas. Por más que nos laven el cerebro, cualquiera con un poco de sentido común y de sensibilidad sabe que sin coches y sin cajeros automáticos se puede vivir, pero que si se extingue el volcán de eros, ese dios alado que nos llama a cada uno por nuestro nombre porque es él el que nos pone, de hecho, un nombre, la tristeza se hace insoportable.
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