Opinión

Modelos de ministra

Hay cosas que no se entienden. Como el esmoquin de la Ministra de Defensa el día de la Pascua Militar. Carme Chacón no tenía que haber vestido de esmoquin sino de chaqué como su propio nombre indica. O, en fin, dar una imagen adecuada que aplaque las malas lenguas de la chismografía, que nunca le halla el punto medio. Ni cuando por demasiado mujer pasa revista a las tropas con barriga a punto de parto, ni peor aún, luego, apuntada al look varonil estilo Madonna. Descuadra que una señora se ponga al frente del más viril de nuestros ministerios en atuendo pre-mamá, pero más aún si, claramente, lo hace llevando los pantalones. Eso ya es mandar de modo explícito, lo cual es en la forma y en el fondo una provocación al machismo ultramontano que sigue transpirando este país, pese a los arreglos de la paridad y las prevenciones contra la violencia de género que en nada logran extirpar un subconsciente colectivo milenario según el cual la mujer ha de restringir su dominio al ámbito doméstico y hacerlo, claro está, por lo bajini, no vaya a herir el orgullo del pater familias y saque éste, por reestablecer el orden, la fuerza bruta a pasear. Reacción en plena y actual vigencia, si atendemos a las páginas de sucesos de la cotidianidad informativa o al ojo morado de la vecina que un día sí y otro también vuelve a tropezar con la puerta. Si, al calor del hogar, la señora ha de fingir aún sumisión por guardar el tipo, que será cuando salte más allá, de lo privado a lo público, para ostentar un poder frontal. Ha de calibrar al milímetro cada una de sus actuaciones por no ser tildada a la primera de cambio de ineficaz, histérica, ridícula o mamarracha, a partes iguales del público masculino y femenino que, en la teoría defiende el papel determinante de la mujer en gobiernos y administraciones, pero, dada su real materialización en la práctica, tiende a proyectar sobre ellas los sólitos prejuicios, recelos y suspicacias. El hecho es que para ellos y ellas, para la opinión de la calle y los columnistos-as de ambos bandos, las ministras más que los ministros son objeto de anécdota o chiste más lindante a la crónica rosa que a la meramente política. Individuas que, por anacrónicas, no han de ser tomadas demasiado en serio. Cierto es que algunas, dado el calibre de sus despropósitos se han ganado a pulso las polémicas cuchufletas, véase Aguirre cuando fue ministra de Cultura, Celia Villalobos de ministra de Sanidad y Bibiana Aído estrenando Ministerio para la Igualdad en la legislatura que nos ocupa. Y, sin embargo, creo que a la crítica a sus fallos -realmente reales y gravosos- se le sumó cierto plus de comicidad por su condición de señoras. Las equivocaciones de los ministros producen indignación, pero las de las ministras provocan risa como contempladas desde la ternura indulgente hacia esos seres que, contra natura, se empeñan en hacer lo que no pueden; mandar.

Así pues resulta paradójico que por la insustancialidad de los ataques más atentos al sexismo fácil y chascarrillo de salón, algunas ministras se hayan salvado de la quema, aún mereciéndola y mucho. Magdalena Álvarez ha tenido ahora la gran suerte de ser acusada por su acento y no por su desafortunada gestión, lo cual la ha convertido en una heroína del andalucismo hablado y, como heroína del momento, por tanto, intocable en su gestión ministerial que, dado el largo currículo de sus hazañas, habría de ser por el bien común la crónica de una destitución anunciada. Según el propio Arenas, el acento de la ministra de Fomento representa el acento de todo el pueblo andaluz al que descalifica en masa la política popular, Montserrat Nebrera, con su ataque. Será que Arenas está dispuesto a todo por ganarse el voto esquivo en Andalucía, pero esto de hacer bandera andaluza de la ministra Álvarez no me parece un modo conveniente de halagar la patria chica. Presentar a doña Magdalena como representante de todo el pueblo andaluz, con la piedra de toque del acento, nos globaliza casi por extensión en la deficiencia para la expresión hablada y la gestión política. Creo y defiendo con pertinacia que el hablante medio andaluz y, más allá, ese término grandilocuente "todo el pueblo andaluz" se merece mayor representante que la ministra Álvarez. Quedémonos con los modelos de siempre que tan bien nos iban, Juan Ramón Jiménez, los Machado, García Lorca, María Zambrano, Blas Infante o Canovas del Castillo, pero a Magdalena que la dejen donde está (si no hay más remedio.) O que se la lleve Arenas, si tanto le gusta.

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