Opinión | El adarve
El pintor tailandés
Rachatsima, un viejo pintor tailandés, cayó en desgracia de su rey, el viejo y honorable Kong Pong. Para no ser cruel, o quizás por demasiado cruel, ordenó que el pintor pudiese permanecer colgado con ambas manos de dos argollas fijadas al techo. Cuando las fuerzas le fallasen y se dejase caer entraría en acción el nudo corredizo de una soga que rodeaba su cuello. De esa forma moriría ahorcado. Cuando el pintor estaba colgado de las dos argollas liberó una de sus manos y pintó con la otra sobre la pared dos ratoncillos. Los hizo con tal esmero, con tanta pasión, con tanto interés que los ratoncillos cobraron vida, saltaron a la cuerda, la royeron con tanta rapidez y fuerza que el pintor cayó al suelo y salió huyendo en libertad.
Quiero reflexionar con esta historia sobre la forma en que hacemos las cosas. No tanto sobre las cosas que hacemos sino sobre la cualidad que las imprimimos. El cuidado, el entusiasmo, el esmero, la perfección, el mimo, el interés. ¿De qué depende esa perfección? De nuestro ánimo, de nuestra voluntad, de nuestro corazón, de nuestra afectividad. También de nuestro conocimiento. Porque no basta con querer hacer las cosas bien. Hay que saber hacerlas bien.
Hay formas de trabajar que resultan odiosas para quien las realiza, para quien las ve y para sus destinatarios. Otras, por contra, están hechas con tanto esmero, con tanto detalle, con tanto entusiasmo que resultan satisfactorias para quien las hace y para quien recibe su influjo. Me voy a referir especialmente a la docencia, pero puede aplicarse lo que digo a cualquier tipo de trabajo. Haré referencia a continuación a diferentes dimensiones de este buen hacer.
- La forma de acudir al Centro, de llegar a él, de saludar a los colegas y a los alumnos es cálida, jovial y simpática.
- La preparación de lo que se pretende hacer y conseguir es concienzuda.
- Se cuidan los materiales con esmero y se manejan con el cuidado más exquisito.
- Se organizan y se disponen los espacios de manera que resulten acogedores y funcionales.
- La manera de relacionarse con las personas es cercana, afectuosa y sincera.
- Cualquier dificultad, aunque sea mínima, es considerada un reto y un estímulo.
- La valoración que se hace de la tarea es positiva, rigurosa y exigente.
Poner el corazón en las cosas que se hacen, amar a las personas con quienes se trabaja, valorar la tarea es importante para el profesional, pero también para los destinatarios del trabajo de la enseñanza. Los alumnos aprenden lo que son sus profesores, no tanto lo que estos dicen. Aprenden de lo que hacen, no tanto de lo que dicen que hay que hacer. Aprenden formas de ser. Aprenden, en definitiva, A sus maestros, no solamente DE ellos. Una buena parte del aprendizaje se produce por contagio.
¿Quién no ha visto a docentes que padecen la profesión, que reniegan de ella, que aborrecen a los alumnos y desprecian a los colegas? ¿Cómo pueden persuadir a sus alumnos y alumnas de que deben hacerse bien las cosas cuando ellos ni saben ni quieren hacerlas bien? Poco tiene que ver todo esto con las dificultades. Porque las dificultades pueden vivirse como castigos o como estímulos. Cuando las dificultades son insuperables es muy difícil mantener el ánimo y hacer bien las cosas. Pero no es imposible.
Rachatsima, en una situación límite, dibujó los ratoncillos de forma tan perfecta que cobraron vida. Podría haberlos dibujado con desgana, con descuido, con asco o con rabia. Su situación era desesperada. Podría también no haberlos hecho. Esta es otra cuestión: ¿hacemos lo que hacemos porque nos lo mandan, porque no nos queda más remedio, porque algo hay que hacer o bien porque nos gusta lo que hacemos, porque lo amamos?
Esta forma de actuación esmerada, primorosa y afectiva se aprende. Se aprende pensando, se aprende actuando, se aprende compartiendo. Lo triste es meterse en un proceso involutivo que va haciendo de la práctica cada día algo más triste y desagradable. Un proceso en el que todo da lo mismo, en el que no se analizan las consecuencias de lo que se hace y del que sólo importa cobrar al final del mes los honorarios estipulados por la ley.
La voluntad, el esfuerzo, el empeño facilitan la acción bien hecha. La pasividad, la dejadez, la desmotivación, la pereza conducen al trabajo mal hecho. Claro que también es necesario, como decía más arriba, saber. Saber hacerlo bien. La incompetencia es el camino de la dejadez. Podemos valorar muy bien la importancia del trabajo bien hecho cuando imaginamos que un ser querido se pone en manos de un profesional. ¿Nos arriesgamos a dejarlo en sus manos sabiendo que lo más probable es que se produzca un desastre?
La perfección en la realización de las tareas se refiere a las actividades importantes y también a las pequeñas cosas. A los pequeños detalles. El cuidado en el saludo, el esmero en la limpieza, la atención a las dimensiones formales, la estética de las cosas. Pero, por encima de todo, quiero referirme al sentido de la acción, a sus finalidades últimas, a sus más profundos significados. Se pueden hacer las mismas cosas con distinto alcance. Recuérdese la conocida anécdota del viandante que se encuentra a los constructores de la catedral de Chartres. Uno de los trabajadores dice, al ser interrogado sobre lo que hace, que está levantando una piedra. Otro, que está haciendo exactamente lo mismo, dice que está levantando una pared. Un tercero que está al lado de ellos responde que está construyendo una catedral.
Cuando veo que algunos profesores arrastran su tarea y la hacen de cualquier manera pienso en todos aquellos jóvenes que darían media vida por hacer bien lo que ellos hacen de cualquier manera. Qué pena.
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