Opinión
Instituto Martiricos: testimonio diferido de gratitud
Cuando, hace ya casi treinta y cinco años, tras recoger el venerado y a la vez temido libro azul de calificación escolar, me despedí del Instituto de Martiricos para encarar una nueva e incierta etapa formativa, era consciente de que había contraído una deuda con quienes, a lo largo de varios años, habían sido mis profesores en dicho centro, oficialmente denominado entonces Instituto Nacional de Enseñanza Media (I.N.E.M.) ´Nuestra Señora de la Victoria´.
Aunque el paso del tiempo pueda tener connotaciones negativas, tiene también algunas ventajas no desdeñables. Entre éstas, la de aportar una perspectiva adecuada que permite apreciar mejor la dimensión real de las cosas. Gracias a ella, aquella deuda adolescente de gratitud no ha hecho sino acrecentarse con el transcurso de los años y las experiencias vividas en el terreno educativo. Sería una vana pretensión querer saldar dicho débito con estas simples líneas, que, por el contrario, sólo aspiran a su público reconocimiento hacia aquel claustro, integrado por profesores de distintas generaciones y diversas especialidades que contribuyeron a prestigiar enormemente la enseñanza pública.
Las difíciles circunstancias económicas, sociales y políticas vividas en la primera mitad de los años setenta son bien conocidas y están documentadas en numerosas fuentes. Pese a esas condiciones desfavorables del entorno, aquella brillante cohorte de docentes logró crear una especie de reducto donde el conocimiento y el aprendizaje estaban por encima de todo, aunque fuera inevitable pagar algunos peajes, entre ellos tener que cursar alguna asignatura rayana en la ficción, como la conocida F.E.N. (formación del espíritu nacional), para la que no existía ninguna instancia ante la que alegar una posible objeción ni, por supuesto, hubiese sido muy recomendable hacerlo. Dicha asignatura estaba bien dotada de profesorado experimentado, lo que contrastaba con la de política económica, materia complementaria que a menudo ni siquiera llegaba a impartirse, en línea con la marginación de la que tradicionalmente han sido objeto los estudios económicos en la enseñanza secundaria, y a pesar de disponer del célebre manual de los profesores Fuentes y Velarde, que por entonces causaba auténtico pavor entre el alumnado.
En una época de austeridad forzada, carente aún de medios tecnológicos, en la que aún se utilizaban tablas de logaritmos, los recursos eran escasos, pero la disponibilidad, aunque en un plano modesto, de una serie de equipamientos (biblioteca, laboratorio de idiomas, aula de dibujo, gimnasio, salón de actos, museo de ciencias naturales...) parecía algo quimérico para quienes habíamos conocido otras realidades escolares diferentes en centros privados.
Provistos de diversas metodologías y dispares enfoques pedagógicos, la preparación era la principal arma de aquel grupo de profesores, hacia cuya figura aún subsistía un cierto temor reverencial, pero que, en la mayoría de los casos, se habían ganado un respeto que emanaba del reconocimiento de su capacitación y de su nivel académico. Existían, lógicamente, contrastes entre unos y otros, pero la dignidad profesional era el denominador común que identificaba a los miembros de aquel extraordinario elenco de instructores. En un período difícil, donde el estudio aún era considerado casi un privilegio y se valoraba el esfuerzo personal, el Instituto de Martiricos acogió a un conjunto de profesores verdaderamente modélicos, que, con su ejemplo y actitud, se convirtieron en los mejores valedores de la profesión docente.
A menudo suele argüirse que es preferible no mencionar a personas concretas para no cometer la injusticia de ignorar a otras. Es posible que así sea, pero a veces la magnitud de aquélla puede ser mayor si no se rememora a ninguna. Por ello, desde una apreciación meramente personal y subjetiva, considero imprescindible evocar nombres como los de Fernando Mañas o Gabriel Calleja, capaces de convertir el estudio de la química en una aventura estimulante; Mercedes Álvarez e Idalina Da Silva, para quienes el idioma francés no tenía secretos, como tampoco la lengua española para Juana García Revillo, ni la literatura para Carmen Galdeano y Carmen Castillo; Alberto Delclós, quien nos ayudó a descifrar enigmas de la física; María Josefa Grima, gracias a quien aprendimos que la historia era algo más que una mera recopilación de fechas, reyes y batallas; Agustín Clavijo, sinónimo de erudición y entusiasmo por la historia del arte; Primitivo Gómez, Jaime Molina o Marina Aldeanueva, custodios del rigor matemático, al igual que Carmen Mota, a partir de cuyas clases empezamos a ver las matemáticas de otra manera; Adela Rodríguez, que nos abrió las puertas del inagotable mundo de la filosofía; Luis Díez, que tenía el don de convertir el estudio de la naturaleza en diversión; y, cómo no, Francisco Báguena, auténtico humanista de enorme talla, paradigma del más noble ejercicio del magisterio, con quien el estudio del latín era una actividad apasionante y seductora. Y sin tampoco olvidar a Luis Rodríguez, que supo apoyar deportes entonces incipientes, como el voleibol, en el que el Instituto sería una referencia provincial y regional. Y, por supuesto, sería imperdonable no mencionar cómo Juan Jacinto Muñoz ayudó, a un montón de jóvenes desconcertados ante el mero concepto de partido político y el juego de los mecanismos electorales, a empezar a despojarse de la venda que impedía ver que más allá de nuestras fronteras había horizontes democráticos a los que España debía aspirar.
La lista debería ser, por supuesto, más amplia, por lo que puede afirmarse que "son todos los que están, pero no están todos los que son", tarea ésta dificultada por el pesado lastre del declinar de la memoria, y también por no haber tenido la oportunidad de recibir clases de algunos otros prestigiados docentes del mismo centro como Domingo Blanco, Carlos Mielgo, Elena Villamana, Jesús Marín, Juan Antonio Lacomba, Alfonso Vallejo o María Teresa Bobadilla.
Además de transmitir sus conocimientos, muchos de los integrantes del claustro del entrañable Instituto malacitano de Martiricos dejaron su huella en una etapa crucial en la formación y en la vida de cientos de malagueños. Su imagen y su recuerdo aún nos iluminan y, para algunos, han sido y serán siempre una referencia permanente en nuestra propia trayectoria personal.
* Catedrático de Economía Aplicada de la Universidad de Málaga
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