Opinión
Aleluya
leluya. El racismo ha tocado a su fin. Se puede ser negro y presidente de los EE.UU. Ya no obsta el color de la piel para ganar unas super-elecciones. Lo que no se puede es ser pobre y ganar una guerra. Y de ellos nos ilustra el recién treguado conflicto de Gaza. Los palestinos tienen la razón, pero los israelíes tienen el dinero que es de donde se inclina la victoria. Las armas no van cargadas de justicia sino de capital y siempre disparan con más puntería cuando las apunta el diablo. Urge que exista el Dios que niegan los autobuses, pues sólo un milagro divino podría poner orden y fin a esta continuada crónica del horror, saldando la causa con equidad. Un Dios globalizado en nombre del cual no mate ningún bando, un Dios que no elija a un pueblo por encima de los otros ni que sirva de pretexto al odio resentido de los terroristas. Ni Yahvé ni Alá nos sirven en esta coyuntura pues, jaleando la masacre, sopla cada cual del lado de los suyos como hicieran los dioses paganos en la guerra de Troya. Urge inventar un Dios de todos que no tome partido sangriento y anime a la paz más que a la victoria. Para que no ganen sólo los que ganan y pierdan los que ya no tienen nada que perder sino la vida. Que poco importa si se trata de una vida de perros -de perros pobres se entiende-. Es, de todo punto, preferible morir de pie que vivir de rodillas y, en todo caso, más rápido y glorioso morir de un tiro que morir de hambre. Entendemos -y compartimos- que el pueblo palestino no se rinda, pero la lógica matemática del diablo mundo aplasta la simbología ilusa de nuestros pañuelos. Miramos con esperanza a Obama por aquello de que Machín pintaba angelitos negros, pero Obama no es Dios y sí presidente de los EE.UU. No es probable que, en medio de la crisis que nos empantana, dé la espalda a la banca judía y, desde el eje, desmonte el sistema capitalista para crear un nuevo orden mundial basado en la justicia, de no ser porque, efectivamente, es Dios y hace milagros o se trate de un ingenuo que aspira a morir de un atentado en cuanto jure su cargo, pasando rápidamente a la lista de los efímeros presidentes populares como Lincoln y Kennedy -que auguran algunos-. Contrariamente, las malas lenguas, escépticas como son -aunque deseando ardientemente equivocarse- ven en el nuevo presidente, más que un alma cándida, una voluntad férrea que se ha currado su llegada al poder con la tenacidad de una estrategia proyectada a un largo plazo que excluye, por tanto, el riesgo de abandonar la codiciada Casa Blanca a la primera de cambio y, menos aún, con los pies por delante. Aventuramos -con la esperanza plena de desdecirnos- que Obama, más que un héroe, pretende ser el presidente de los EE.UU., lo cual conlleva, por el momento, frente al conflicto de Gaza; oír, ver y callar (en todo caso, sugerir) como ha hecho hasta ahora. La política tiene razones que no entiende el corazón y el poder entiende más de dólares que de escrúpulos. Conservarlo significa cargar las tintas contra el desenfrenado y fanático terrorismo de Hamas (pobres diablos) para justificar el apoyo al estado israelí y así mantenerse al abrigo de la banca, que siempre gana. Lo sabe ya hasta nuestro santo presidente que ha sustituido el pañuelo palestino por la clásica corbata para pedir audiencias a los banqueros a troche y moche. Que un gobierno tenga crédito pasa por repartir créditos entre los ciudadanos para que gasten, para que se mantenga el sistema, para que se entretengan de otras razones. El consumo es el opio del pueblo. A falta de inventar un Dios mejor que el capital, seguiremos adorando al becerro de oro.
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