Opinión
Urgencias
La humanidad no huele a maquillaje. Tiene el olor de la verdad. El olor a canela mojada de la piel de los niños chicos y el amargo hedor del vómito. El olor a sabor de sangre de la sangre y el tufo de amoníaco del orín, o el fermento lechoso de algunos sudores. El triste olor elegíaco y ´alejíaco´ del líquido seminal, y el humor o el amor o el horror de las bocas llenas a veces de esa saliva alegre y transparente y otras espesas u opacas como el pequeño o grande mal que encierran. La vida mancha, y huele. Respirar oxida y se muere un poco con cada bocanada de aire pero no se puede vivir sin aire. Muchos malagueños están estos días lo más cerca de la vida y sus humores, de sus alaridos y sus risas mientras esperan en la sala de Urgencias.
Estar vivo
Muchos malagueños esperan junto, contra y frente a la vida en Urgencias. Tan cerca de sus pedos, toses y excrecencias como de la luminosa alegría que lo enciende todo, por un instante, cuando se recibe un diagnóstico esperanzado. Hemos sido muchos malagueños esta semana junto a la verdad de nosotros mismos esperando como pacientes o como acompañantes de un paciente, hasta saber qué opina el médico de guardia y luego la especialista tras examinar las pruebas realizadas, y hasta saber que podemos volver a nuestra normalidad maquillada con alguna medicina o alguna venda de más; o si alguien tiene que quedarse ingresado para pagar el pato de estar vivo un tiempo sobre la tierra. Y pasa que esto de estar vivo tiene su peaje, aunque no lo sepamos hasta la hora de pasar por caja. Y por caja se pasa, ¿eh?, se pasa. Directamente o por delegación, pero se pasa.
28 horas
Llegas a las 16.30 del jueves a la sala de Urgencias del Hospital Clínico con un periódico bajo el brazo y tu padre bajo el otro. Intentas que al menos el viejo se siente. Unas cien personas llenan la sala en un ambiente ensordecedor por momentos. Casi no se oye a los sanitarios cuando llaman a los pacientes a viva voz. No es que los habitantes de ese biotopo en el que no sabes que pasarás ocho horas hablen gritando, es que son demasiados como para que los carteles de "Se ruega silencio por favor" sirvan de algo. Los medios, la radio, este periódico, en fin, advierten de que cada año sobre estas fechas se produce una masiva afluencia a las Urgencias por culpa de catarros y padecimientos asociados que, sobre todo en la población anciana y en enfermos crónicos, muerden con saña. Algunos de quienes entran por Urgencias, tras ser evaluados, deben ser ingresados en planta. Pero no hay más camas libres que las camillas de traslado, arrinconadas por cualquier parte, que ocupan personas como la madre de Carmen con una pancreatitis. La mujer, cansada e incómoda, no soporta los fosforescentes de la sala encendidos día y noche. Lleva esperando desde las 17 horas del miércoles y aún no sabe que no será llevada a planta hasta las 21 horas. 28 horas esperando.
Gotero
A las 18 horas había doce personas en camillas acumuladas contra las paredes. Otras tantas sentadas en sillas de ruedas, algunas con una vía intravenosa insertada en un brazo -como mi padre-, con el gotero puesto y la bolsa de suero colgada de una especie de perchero metálico con ruedas. Cuando se desplazan persona y ´perchero´ la imagen recuerda a una pareja de presos, uno más gordo y otro delgadísimo, atados por la misma cadena y con el peso de la bola invisible de su padecimiento. Algunos también llevan una molesta sonda nasogástrica, "a la que te acostumbras, como a todo", me cuenta un hombre con acento cubano. Al fondo unas butacas naranjas albergan a personas con mascarillas. De la pared salen unas tomas de oxígeno que, cuando están conectadas, producen un rumor extraño, como de hervores, y un pitido que no cesa. Algunos pacientes gritan su impaciencia.
El grito
Sobre las 20 horas, se ha despejado un poco la sala y algunos encamados han sido ya llevados a planta, pero una mujer no deja de gritar "llévame a casa, Baldomero? llévame a casa". Si, como usted lo está leyendo generosamente ahora, yo hubiera visto escrita esa frase me habría provocado una sonrisa. Pero oírla allí no tenía ninguna gracia. Su voz era más un estertor que la voz que uno habría pensado que saldría de esa pobre mujer, retorciéndose literalmente de dolor en la camilla, intentando agarrar a su marido con las manos convertidas en garras por la tensión, mientras éste la sujetaba con sus manos por dentro de las amplias mangas de la bata con la cara de resignación más cuidadosa y triste que he visto nunca. La mujer estuvo así durante unos cincuenta minutos. Un hombre anciano y corpulento que gritaba "Help me" y farfullaba sin parar en inglés, atado a la camilla y con la cara inflamada por una caída en la calle, llevaba así desde la noche anterior. Me lo dijo la madre de Carmen.
Porque hoy es sábado me queda dar las gracias a los celadores y enfermeros que me contaron sus problemas laborales y a quienes no lo hicieron. A quienes trabajaban con una dedicación asombrosa y a quienes arrastraban con tedio acumulado los pies sobre aquel vómito en el suelo para evitar limpiarlo. Las gracias al médico sudamericano que fue tan amable, y a la especialista que nos atendió medio dormida, preguntando varias veces lo mismo, pero preocupada de verdad por la salud de mi padre. Las gracias a quienes no prevén cada año esta saturación y a quienes sí. Las gracias por tener trabajo y estar vivo. Y por tener a mi padre.
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