Opinión

Espías

No hace falta apellidarse Bond, tener un esmoquin, trabajar en una embajada o ser un escurridizo camaleón al estilo de Paesa. El espionaje está al alcance de cualquiera. Lo practican los vecinos de su edificio y de su barrio, los compañeros de trabajo que acceden a vigilar a los demás, a cambio de los beneficios con los que le paga un jefe inseguro, y los hackers informáticos que fabrican troyanos y sofisticados programas capaces de robar datos de ordenadores ajenos. Todos y cada uno de ellos saben que la información es poder y que casi siempre existe un desliz, un fallo o un secreto, con el que quitarse en medio a un molesto adversario o con el que ganarse una pasta gansa libre de impuestos. Para ejercer el espionaje tampoco hace falta manejar idiomas con soltura, tener un físico determinado, saber escribir al revés, comprarse una cámara camuflada en el bolígrafo ni haber hecho un curso en la UNED. Es suficiente con carecer de escrúpulos, poseer ambición, tener habilidad para pasar desapercibido o sonsacar respuestas, con saber mirar y escuchar o con utilizar estratégicamente un buen par de tetas y los viejos mecanismos de seducción. Esas cualidades son utilizadas a diario por los espías sin carnet profesional y también por los profesionales que, desde hace siglos, son contratados por los servicios de inteligencia después de haberlos captado en la calle o a través de anuncios de trabajo en la prensa. Siempre ha sido así, aunque el cine y la literatura nos hayan popularizado a unos espías con glamour y a otros con aspecto anodino e inteligencia de ajedrecista.

Los espías profesionales han estado vinculados a la política desde tiempos antiguos, aunque hubo que esperar a las nuevas tecnologías para que su labor se volviese más oscura, más fácil, más a salvo de acabar con un tiro en la nuca o frente a la severidad de la ley, acusados de espiar asuntos diplomáticos, movimientos comerciales, acuerdos empresariales, decisiones militares o la conducta de los miembros más molestos del partido contrario. En los últimos años se han conocido llamativos casos como la supuesta orden de Chirac y de Villepin de espiar a Sarkozy, entonces Ministro de interior, y el de un parlamentario musulmán del partido laborista al que siguió Scotland Yard. En España fue célebre el del coronel Perote por llevarse de extranjis grabaciones telefónicas secretas de banqueros y políticos y, hace un año, el escándalo sobre el presunto espionaje practicado por las tropas de Esperanza Aguirre al consejero de justicia y miembro de su gobierno regional por ser simpatizante de Rajoy en los tesos días del congreso del partido. Por tanto no es extraño que aparezca una nueva trama, cuando más encarnizado está el desencuentro de familias que luchan por desbancar a Rajoy de la dirección del partido. Otra cosa muy distinta es que el espionaje made in Manuel Vázquez o Ibáñez (padres de Anacleto y de Mortadelo y Filemón) sea una nueva contribución a la patética imagen que continua dando nuestra política, contaminada por la corrupción, por las barriobajeras agresiones en las disputas parlamentarias y con la tendencia a parecer modelos del couché en lugar de políticos preocupados por la realidad, entre otras conductas que hacen que la política se parezca cada vez más a los deplorables programas del corazón. A este paso y con la crisis que asola al escaso periodismo serio, sería un éxito asegurado publicar un Hola o un Semana de la política. Si algún magnate editor se lo piensa, que lo haga con cuidado; puede que lo estén espiando.

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