A pesar de que muchos han diagnosticado como "crisis moral" la atmósfera de fondo que ha provocado esta última crisis dineraria de nuestro mundo, pocos –en un análisis superficial, sin escalpelo, muy propio de la posmodernidad– han profundizado en los síntomas y causas de esa "enfermedad moral" de las sociedades capitalistas. Roma ya lo era, y las enseñanzas de sus desvaríos podrían ayudarnos a entendernos mejor si no fuera porque el olvido del estudio de las culturas clásicas no fuera uno más de los olvidos deliberados –y freudianos, en tanto que culpables– en que vivimos.

No he leído, por ejemplo, salvo en los escritos "altermundistas" que reivindican el crecimiento cero, ninguna crítica severa al lujo y exhibicionismo de las elites económicas posmodernas. Al contrario, pues de lo que se trata es de potenciar de nuevo, por emulación, el endeudamiento familiar y el fasto, el consumo en cacharrería inútil, la reornamentación de casas y cuerpos para que el dinero y la usura vuelvan a las cotas en que solían. Uno mi voz a esas tímidas llamadas a las costumbres de vida y ornato morigerados, recordando hoy algunos de eso intentos fútiles, pero enderezados a razón, del mundo antiguo por sujetarlos.

Hacia el año 46 a. C., César emitió este edicto que tomo como título de la columna, con el fin de controlar la ostentación desproporcionada del lujo en la agitada Roma del siglo I a. C. Entre otras cosas, se intentaba regular el uso público de los vestidos caros y llamativos (por ejemplo, los de color grana: un tinte muy caro), la exhibición de joyas o la cantidad y calidad de los alimentos consumidos en los banquetes, así como el número de invitados. Se cuentan anécdotas de soldados que entraron en casas para controlar "in situ" la glotonería proverbial de los romanos y que, durante un tiempo, hombres de su confianza hacían ronda –policía moralizadora– por entre las tiendas del Foro. La paradoja de que el dictador hubiera sido toda su vida un manirroto –coleccionista de perlas y de obras de arte, entre otras "aficiones" personales como la celebración espectacular de sus triunfos, o los hiperbólicos funerales que organizó por su hija Julia– no parece que afectara mucho a la acelerada actividad legislativa que desarrolló febrilmente los últimos años de su vida.

Como el político inteligente que fue, no parece que confiara tampoco mucho en la efectividad de esa ley cuando él estuviera ausente de Roma. No fue, por supuesto, el primero ni el último intento legislativo para moderar la suntuosidad. De una naturaleza ejemplarizante parecida hubo, al menos, tres disposiciones anteriores (la más antigua, la Lex Oppida, especialmente misógina, prohibía que las mujeres poseyeran más de media onza de oro entre todas sus joyas y adornos) y muchas más posteriores. Ni siquiera fue sólo una cierta obsesión del pueblo romano, al que tanto gustaban –en un plano teórico, desde luego, sin traducción práctica en ninguna época salvo en su propia mitología fundacional– las admoniciones sobre la moderación y la frugalidad. En la Inglaterra de los Tudor también hubo leyes suntuarias con la torcida y muy británica intención –eso sí– de evitar equívocos en las relaciones sociales empezando por la indumentaria.

Todas las leyes que han querido regular costumbres han fracasado. Y es normal que la gente se rebele contra ellas. Pero no debería ser olvidada la intuición política que las motivó. Recuerdo, así, con cierta nostalgia, la austeridad y el modo de vida sobrio de que hicieran gala, durante mucho tiempo, los militantes del Partido Comunista y del primer PSOE. Al modo en que Ortega recordaba la impronta de Antonio Maura –tostado siempre de sol de campo– como de una "elegancia rural", modesta y nada exhibicionista, tal vez nos hiciera falta –da grima tener que decirlo– moderar al menos las apariencias y la publicidad del lujo más ofensivo: aquel que, como en un cuento de Navidad, ofende con el opíparo y luminoso escaparate la dignidad hambrienta del mendigo.