El pasado 16 de abril la Svenska Skolan, el Colegio Sueco de Fuengirola, celebró su cuarenta aniversario. Conozco bien esa admirable institución, a la que he tenido el honor de haber sido invitado en más de una ocasión. Es un veterano y eficiente centro donde se imparten los ciclos de enseñanzas que van desde la educación infantil al bachillerato sueco. Sin duda es una de las más prestigiosas en la red de escuelas suecas repartidas por todo el mundo. Muy apreciadas, ya que permiten que los jóvenes ciudadanos del país nórdico residentes en otros países puedan cursar sus estudios dentro del sistema educativo de Suecia.

Me contaba recientemente su director, Didier Degols, un brillante pedagogo de origen francés (al que le envidio su perfecto conocimiento del idioma sueco), que uno de sus objetivos era que sus jóvenes alumnos se integrasen en la cultura y en la sociedad de su país anfitrión, España. Integración que cuenta con una formidable aliada: Elvira Herrador Quero, la directora técnica del departamento de cultura española del centro.

Me han fascinado siempre Suecia y los suecos. Ya hace muchos años que aprendí cosas muy importantes de su cultura, de su sentido del humor y de sus valores éticos y cívicos. Es una sociedad inteligente, amable, equilibrada, muy firme en la defensa de sus convicciones, cuya vida transcurre en un país estéticamente impecable. Hace casi medio siglo pude establecer un lazo de amistad con ese país, la antítesis de la castigada y dura España de los años de la posguerra. Finalmente pude visitarlo, muchos años después. Por eso, cuando por primera vez pisé suelo sueco en el aeropuerto de Arlanda, ya me sentía como un miembro de la familia. Y además podía comprender su hermoso y expresivo idioma.

Recuerdo, como si hubiese sido ayer, los primeros suecos que vi. Fue en Málaga, en la plaza del Obispo. Podría haber sido en 1954. Mi colegio estaba cerca. Allí nos decían en las clases de Formación del Espíritu Nacional que ser español era una de las pocas cosas importantes que se puede ser en este mundo. Por lo tanto, se suponía que éramos superiores y mejores que los extranjeros que venían a visitarnos.

Un autobús de aquellos turistas había aparcado junto a la catedral. Bajaban pausadamente, sin prisas. Eran suecos. Tenían esa especie de brillo sutil que emanaba de la piel de aquellos que comían muy bien. Y obviamente conocían el lujo diario de una ducha o un baño de agua caliente. Y los buenos jabones. Y sus ropas eran nuevas y sin duda de buena calidad. Como las de los personajes de las películas americanas. La mayoría de las señoras eran muy rubias. Y sonreían, relajadas, hablando en tonos suaves con sus acompañantes. No se empujaban entre ellos y miraban con interés y con respeto a su alrededor. Incluso saludaron con una sonrisa a una pareja de adustos policías que custodiaba la entrada al templo.

Algún tiempo después empecé a aprender el sueco. Conservo mi viejo libro. Publicado en 1947 por la English Universities Press, dentro de la famosa serie de los Teach Yourself Books. Libros creados especialmente para aquellas personas que no podían permitirse el lujo de tener un profesor. Es un pequeño tesoro. Con sus páginas ahora amarillentas y con las notas a lápiz, algo borrosas por el paso del tiempo. Entre el prólogo y la introducción se encuentra un párrafo del historiador norteamericano Hendrik van Loon, escrito en plena guerra mundial: "Estoy aprendiendo el sueco para poder irme por una temporada a esa tierra bendita cuando la guerra termine. Pues me encanta la democracia que practican, basada en los buenos modales".