Hace pocos días estuve alojado en un gran hotel, de un pueblo andaluz importante, que se alzaba en medio de un polígono industrial y que, por ello, estaba rodeado de naves, fábricas y tiendas, además de una suaves lomas de olivos que se posaban, balsámicas, en la mirada del viajero. El hotel, de pocos años, lucía orgulloso sus larguísimos pasillos enmoquetados, sus gigantescas lámparas de las mil y una noches colgando en el hall de entrada, una piscina casi olímpica y un mobiliario elegantemente futurista. Sin embargo, estaba vacío, tan vacío, de hecho, que uno, de regreso por la noche a su habitación solitaria, no podía evitar estremecerse pensando en aparecidos, en la niña de ´El resplandor´, esa terrorífica película de Kubrick protagonizada por Jack Nicholson, en bandas de ladrones con botas de goma y barras de hierro. A la mañana siguiente la amable y ojerosa joven de la recepción me informó de que yo sería, con toda probabilidad, el último cliente de ese hotel, ya que a la semana siguiente los propietarios del mismo iba a ordenar que lo tapiaran durante un tiempo indefinido mientras se recuperaba la actividad comercial de la zona y, con ella, la de ese polígono hoy alicaído pero otrora bullicioso, pujante e incansable. En los dos días que pasé en él no me crucé, en efecto, con nadie y el bufet del desayuno consistió, como síntoma y evidencia de ese triste final anunciado, en trozos sueltos de bollería, que se ahogaban en amplias bandejas relucientes, y en un café aguado para el que fui incapaz de encontrar sobres de azúcar o un termo de leche. Esa nada refulgía mirara donde mirara, ya fuera el minibar o la cesta de productos de aseo, ambos desiertos, o las zonas comunes, donde los sofás y las mesas pasaban las horas aletargados, quizás muertos. Esa nada no era el preanuncio de algún todo, como sucede en las metafísicas tradicionales, sino la constatación de un fracaso, el mazazo sucesivo que la crisis económica va descargando sobre las cabezas de cada vez más personas y empresas.

A la mañana de mi segundo día ahí, aliviado por haber sobrevivido a las asechanzas nocturnas de mi imaginación, esperaba de pie, en la puerta principal, a que llegara el taxi que había pedido. Entonces apareció un señor de edad madura en moto, se quitó el casco, sacó una subcarpeta y se dirigió decidido al mostrador de recepción. Allí le explicó, a la misma joven que me había informado sobre la situación del hotel, que le entregaba su currículum para el caso de que necesitaran empleados, ya que él llevaba más de un año sin cobrar el paro y estaba desesperado. Pensé que ella le diría que llegaba tarde, que habían quebrado y que ella misma engrosaría las listas de desempleados en unas horas, pero, muy al contrario, se hizo cargo del currículum de ese señor, al cual le agradeció su disponibilidad laboral con palabras dulces y esperanzadoras. El hombre inclinó la cabeza y, sin decir, nada, metió ésta en el casco negro, regresó a su moto y se alejó bajando en punto muerto la cuesta que había hasta el camino principal.

Esa situación me pareció un buen resumen de la general de España, donde cuatro millones de parados (más de doscientos mil en nuestra provincia) y el veinte por ciento de la población (el treinta por ciento en Málaga) van arrojando sus currículos en pozos secos, como éste del hotel que les comento, creyendo que en realidad lo hacen en buzones que acabarán siendo sensibles a sus necesidades improrrogables.