Los debates televisados entre los tres candidatos principales que concurren a las inminentes elecciones del Reino Unido señalan la distancia que hay, en yardas democráticas, entre ese país y el nuestro. Por fortuna, y gracias a uno de los poquísimos canales de la TDT que, cosa insólita, ofrecen una programación digna, los españoles estamos viendo cómo se las gastan los británicos a la hora de debatir, nada que ver con lo nuestro, que consiste fundamentalmente, como se sabe, en no escuchar al otro y en interrumpirle todo el rato. Y digo los británicos, y no los políticos británicos, porque en Gran Bretaña unos y otros comparten la misma educación e idéntico talante democrático, de suerte que sería impensable que un político zafio, irrespetuoso y faltón pudiera cautivar la confianza de los electores. En aquella isla cuyos naturales tienen fama de extravagantes, la educación no es, como aquí, una extravagancia.

Laboristas, conservadores y liberales llevan unos cuantos debates televisivos explicándonos por qué la suya es, pese a sus muchos defectos, una gran nación. Los candidatos, Brown, Cameron y Clegg, son tipos instruidos que conocen en profundidad las materias de las que hablan, y saben improvisar y repentizar sus argumentos al hilo de los expuestos por los otros. Para eso, claro, es preciso escuchar. Es más; debe gustar escuchar, siquiera por la oportunidad que hacerlo brinda de construir mejor el propio pensamiento. Otra diferencia: esos políticos parecen tener pensamiento. Pero la diferencia más radical es la que atañe a la educación: ninguno mira al otro, mientras le escucha, con repugnancia, ni con sorna, ni con desprecio, ni con cachondeo. Saben que su batalla se libra en los territorios de la civilidad, y saben que los electores esperan de ellos precisamente eso.

Faltan tres días para las elecciones británicas, y no sé si harán algún último debate en la televisión. Poco soy de recomendar nada, pero el asunto merece una excepción: no se lo pierdan. Aquí no verán nada igual.