Marbella tiene la tasa de paro más elevada de la provincia de Málaga. Es una ciudad que actualmente se parece a aquellos hidalgos sin hacienda ni espada que exhibían la elegante dignidad de su secreto. Marbella tiene gente de a pie que la suda, que la trabaja y la quiere, sin descorchar escotes ni champán ni aparecer en las revistas del corazón. Tiene a personajes que día a día la defienden y recuperan con eventos, palabras y educación, como hacen, entre otros, la periodista Viruca Yebra y Rafael de la Fuente, merecedor de las estrellas Michelín por la literatura turística y gastronómica con la que alimenta el conocimiento de los amigos y de sus lectores. Y también tiene a políticos currantes de ayer y de hoy, ajenos al Master en Economía Financiera Rápida que impartió Gil a una oscura cohorte de la que salieron nuevos ricos, nuevos caciques y muchos vivales. Ellos son los culpables de que Marbella tenga el pasado empapelado en los juzgados y a unos cuántos acusados de mercadear a escote y a las espaldas de la ley con el dinero público y la ambición desmedida de esos promotores, empresarios y estrellas del cuché de peluquería, que se prestaron a sacar tajada de aquel festín de Babette.

Lo último de este culebrón del colorín malayo, venido a menos por la tendencia española (y así nos va) de interesarse por el cotilleo del corazón y del desamor más que del cumplimiento de la ley, es la noticia de que la Fiscalía Anticorrupción acusa a Isabel Pantoja y a Maite Zaldívar de lavar, mediante inversiones, negocios y boutique, los millones de euros que su don Juan de copas les puso en bandeja con una rosa de amor y un no llores, corazón. Que curioso resulta escuchar ahora letras como "se me enamora el alma cada vez que te veo doblar la esquina, perfumado de albahaca y manzanilla" o "por un beso yo daría el latido que golpea el corazón, el orgullo que me nubla la razón", sabiendo que, por ese amor engominado, la Pantoja presuntamente se compró un apartamento, un chalete y vaya usted a saber. Lo mismo que la despechada esposa, al mismo tiempo que lo acusaba de infiel, incrementaba su joyerío personal. Este sentimiento debería llamarse amor B. Por que una cosa es encamarse joven, neumática y hermosa con una momia enviagrada a cambio de regalos y pasta gansa, ganada por el olfato, heredada de la familia o adquirida en negocios nunca cogidos en un renuncio, y otra muy distinta prestarse a lavarle los bajos al dinero sucio. Algo fácil, por otra parte, en una ciudad donde los grupos organizados encuentran bufetes de cuello blanco y currículum de paraísos fiscales. En cualquier caso, el tiempo pasa, la cárcel de Alhaurín se ha convertido en la sala de espera de algunos platos televisivos y los imputados exigen su plaza de funcionario, sus bienes incautados o se ganan una guita rica contando y descontando en los programas de máxima audiencia secretos de alcoba, heridas del corazón y chismes en los que ponen su palabra de honor desde las sirvientas y los chóferes hasta el tato. Otros se fueron de rositas, aunque algo mancillados, y viven convertidos, como aquellos antiguos y falsos conversos, en feroces adalides de la ley que aplican con dureza como inspectores o jefes de lo que una vez obtuvieron sin trampas. Y también hay algunos, más listos, que siguen en paradero desconocido o libres de mancha porque supieron escudarse en testaferros con hipocrático juramento de fe. El caso es que, mientras el juicio malayo se representa en escena y termina siendo la comedia de vodevil que los escépticos se esperan, nuestro país o se hace el griego ante la corrupción de la estrellas del colorín o se ratifica que aquí, por las acusaciones y condenas por corrupción y mangonero, sólo se cumplen penas del corazón. Lo estamos viendo con Julián Muñoz. Y de fondo, Marbella, sin saber si un día el botín que le robaron y las riquezas cómplices del saqueo, serán devueltas a las arcas y al honor del pueblo. Continuará.