Para los niños de mi generación, Ángel Cristo, que ha muerto esta semana de un paro cardíaco, era un héroe, una especie de Capitán Trueno que se hubiera embutido en el rutilante traje de Flash Gordon. Era capaz de conducir a su antojo fieras que parecían, a un tiempo, primitivas y futuristas, esos leones, tigres y elefantes a los hipnotizaba a latigazos para que cruzaran cuerdas tendidas entre dos postes, saltaran a través de aros de fuego o permitieran acomodarse, dentro de sus fauces terroríficas, la cabeza del domador, que se eternizaba sonriente en esa postura crítica hasta que a sus espectadores más sensibles nos caía un reguero de sudor por la frente. El ´Circo Ruso´, del que era propietario, paseaba por medio mundo un vanguardismo de rugidos, chasquidos, música de cabaret estepario y luces de sangre. El delirio fue total cuando Bárbara Rey, una de las actrices más deseadas del momento, se casó con Ángel Cristo. Verles a ambos juntos, que formaban una pareja arquetípica, recién bajada de las estrellas, moverse por dentro de la jaula ante la mirada enrojecida de los leones y los tigres, era una experiencia aturdidora que terminaba difuminando las otras dos horas de función, las cuales se pasaban, payasos y malabaristas incluidos, entre bostezos y ensoñaciones. Ángel Cristo y Bárbara Rey, que abandonó su carrera por amor a él, ponían a la vista de todos aventuras y emociones no reñidas con el orden y la familia, rebeldía y nomadismo socialmente aceptables. Tristán e Isolda bajo una carpa y sin episodios trágicos amansando dragones, haciendo un apostolado de belleza y fuerza ante cientos de ojos atónitos, entregados hasta la extenuación, felices de verdad. Fueron varias las ocasiones en que fui testigo directo de esta efusión mítica, sintiendo en cada una de ellas que lo que sucedía detrás de los barrotes lo hacía en realidad dentro de mi corazón, esa fiera veloz necesitada de padres domadores, ese tigre o león intranquilo y miedoso (al fuego de los días, al abismo de los sentimientos) que, de haberse atrevido, se hubiera escondido como polizón en el carromato de Ángel Cristo y Bárbara Rey.

Lo que luego sucedió es triste y esperable. La separación, el incendio del circo, la ruina económica y el embargo, las drogas y el alcohol, la depresión y los intentos de suicidio, el accidente de coche, varias enfermedades graves, el deterioro físico y mental que le llevaron a hacer el ridículo, en los últimos tiempos, en los programas basura de la televisión. Hasta los leones, que quizás hubieran percibido su pérdida progresiva de autoridad, se le revolvieron, dejándole malherido y al borde de la muerte, con cicatrices y costillas rotas y con la autoestima en mil pedazos. Un fantasma de sí mismo, un héroe incapaz de sobrevivir a su gloria: un final también prototípico del que sólo se libran, como sabían los clásicos de la antigüedad, los que fallecen jóvenes. Si Áyax hubiera alcanzado la vejez se hubiera transformado, por culpa de unos achaques que habrían aplastado sus gestas de antaño, en un contra-ejemplo, en su contrario, en su peor enemigo. Quizás, en este mismo sentido, si a Ángel Cristo le hubiera devorado, en plena cúspide de la vida, uno de sus leones, esa tragedia, que todos habríamos llorado convulsos y desesperados, le habría preservado de los lodos en los que luego se metió. Aunque en mi imaginario, que sigue agradecido al gran artista que fue, nada de esto último haya sucedido y Ángel Cristo siga siendo esa mezcla de Capitán Trueno y Flash Gordon, un héroe al que quizás algún día acabe pareciéndome.