Las estadísticas son como la silicona. Lo mismo agrandan una tendencia o tapan un problema, que, sin pretenderlo, lo delatan o lo transforman en otro distinto. Son moldeables y, sobre todo, gélidas y abstractas. Tanto, que muchas veces, en lugar de describir o descubrir una nueva tonalidad de la realidad, la dejan sin oxígeno, terminan disfrazándola. Que 52.000 familias de Málaga hayan pedido ayuda en alguna ocasión a los servicios sociales del Ayuntamiento, además de una cifra pelada de esas que los medios de comunicación lanzan a diario como gotas de lluvia, significa que si la multiplicamos por tres miembros de la unidad familiar, como mínimo, nos sale que casi un tercio de la población de la ciudad tiene verdaderas dificultades para salir adelante. Es la herida real que nos deja la crisis y que, excepto para quienes la sufren o para quienes les ayudan, me da la impresión de que pasa conscientemente inadvertida, que se queda en una mera cifra porque así duele menos.

En Málaga, hace tiempo que ya hay dos tipos de pobreza, dos realidades. Las zonas pobres de siempre, o bolsas de pobreza marginales como se les llama también, para las que no se ha procurado aún una integración social en condiciones y los de ahora, los nuevos pobres. Los de antes siguen igual, malviviendo de la economía sumergida –muy sumergida–, como la chatarra, por ejemplo. A ellos esta crisis nuestra no les ha afectado: no pidieron créditos a los bancos, ni ganaron una pasta trabajando en la construcción. El perfil de los ciudadanos que llegan a los servicios sociales es el de una pareja joven, con hijos, de cualquier parte de Málaga, con un buen piso o chalé y su correspondiente hipoteca, sin formación especializada y con el agua al cuello. Él, por ejemplo, era un encofrador que llevaba a casa cada mes cuatro o cinco mil euros, y ella, una asistenta o dependienta de un comercio. Y el banco les prestó más incluso de lo que pedían. Es una situación conocida y repetitiva que no deja de sorprenderme. Hasta tal punto llega el enloquecimiento que hemos vivido que los orientadores municipales enseñan a muchas parejas a vivir según sus posibilidades reales, principios elementales de la economía doméstica como que antes son las lentejas que la tele de plasma. Incluso se enseña a volver a comprar como compraban nuestras madres: menos precocinados, empaquetados, etc.. y más productos básicos y más baratos. Otra cesta de la compra y la vuelta al puchero, que se estira un par de días con la sopa y las croquetas. Vivir para ver.

Ni siquiera es una cuestión de presupuesto público. Estos servicios disponen de suficiente dinero para parchear, para ir tirando. Lo que no hay es ni una remota idea de cómo salir del atolladero, de cómo cambiar nuestro sistema económico, ni intención de adoptar medidas duras y eficaces. Hasta Obama se lo pide a Zapatero. Falta que baje San Pedro. Al tiempo.