Si a Málaga le sobra la verja del Puerto o, si por el contrario, al Puerto le hace falta esa separación de la ciudad, puede discutirse, como ha defendido por el uso industrial portuario el muy respetable Enrique Van Dulken y quienes se reúnen en Aesdima (la asociación para el desarrollo integral de Málaga). Pero que a los malagueños sí les sobra, eso es impepinable. A los malagueños les ha sobrado siempre esa verja que les obligaba a ponerse de puntillas o a buscar un boquetillo en el muro para mirar los barcos desde el Paseo de los Curas. Tener que andar todo el lateral del parque sin poder ver por el rabillo del ojo ese patrimonio azul de la ciudad para escaparse un poco por dentro, ha sido siempre una imposición molesta para la Málaga que camina.

Cuando el niño que fuimos muchos malagueños se fue haciendo hombre, empezó a hacerse preguntas ya en una democracia donde lo normal era hacérselas y no sólo resignarse a que lo que era como era, era así y punto. Cuando volvías de la mano de tu padre del Puerto, volvías de ese mundo aparte y fascinante que tenías al otro lado del muro. Algunos aún guardamos la imagen de la ciudad desde el mar, subidos en aquel barquito en el que muchos niños de Málaga navegamos por primera vez en nuestras vidas, y muchos aún la única vez que lo hicieron. Todo eso se perdió, como los pinchitos del moro Yudi en la entrada del Parque. Pero quedó la muralla del Puerto. La muralla de un mundo «al alcance de nuestra vista si la tuviéramos», que decía aquel personaje ciego de Buero en su obra En la ardiente oscuridad. Una vista del mar que no teníamos desde el corazón de la ciudad, aunque a diferencia de aquel personaje del teatro sí tuviéramos vista.

Pasaron las décadas, que no sólo los años, y los malagueños seguimos aferrados a la promesa de que, con el cambio del cambio y todo el devenir democrático, se sustanciaría la promesa de abrir Málaga al mar. A medida que el uso industrial del Puerto y su tránsito de contenedores aminoraba y la vocación turística de la ciudad se agigantaba, parecía inevitable que, más pronto que tarde, se sustanciaría la reconquista de ese mar que esta ciudad siempre tuvo lamiéndole las puertas. Algo que el imaginario malagueño entendía, sobre todo, como la caída del muro. No del muro berlinés que sí cayó el 9 de noviembre de 1989, sino de nuestro muro portuario particular.

Pues seguirá sin caer. Y se están separando aún más Parque y Puerto, elevando la rasante con otro muro de cemento para instalar «el palmeral de las sorpresas» que iba a unir parque y mar. Desespera ver, porque tenemos vista, cómo se van a construir grandes contenedores de cemento que albergarán negocios –incluido el Carrefour más elegante que existe–, que no le hacen falta a nadie más que a la concesionaria que, con más de dos años de retraso, anda empeñada en realizar su sueño empresarial despertándonos a muchos de nuestro sueño malagueño.