El fútbol no es una cuestión de vida o muerte, es algo muchísimo más importante», me dijo una vez Manuel Alcántara mientras dejaba que su mirada se perdiera en la plateada transparencia de un dry martini.

Muchas veces, desde entonces, he meditado sobre la trascendencia de un deporte que entusiasma a millones de personas en el mundo, que mueve sentimientos, que nos hace sufrir y ser felices, pero que jamás nos deja indiferentes, porque incluso a quienes no les gusta el fútbol reniegan de él apasionadamente.

Cuando el balón echa a rodar desaparece el mundo, o más bien se contrae, contraviniendo todas las leyes que los astrofísicos se empeñan en enseñarnos. El universo entero se comprime, se transforma en una esfera de cuero de setenta centímetros de diámetro en la que caben todas las pasiones, todas las sorpresas, todas las magias.

La selección española se juega mañana el pase a las semifinales de un mundial y el país se paraliza. Contaba este periódico en su edición de ayer que una importante cantidad de actos públicos (entre ellos la procesión extraordinaria de la Virgen del Rosario Coronada con motivo del 525 aniversario de su llegada a Fuengirola) han sido aplazados para el domingo, a fin de que se pueda garantizar una mínima concurrencia. Y del mismo modo ocurre con obras de teatro, conciertos y certámenes varios. Todo se queda quieto cuando el balón se mueve.

El fútbol es más que un juego, mucho más que un deporte. No soy el primero que dice que es una pasión. Como todas las cosas cuya esencia es inexplicable, está hecho para sentirse. Por eso nos atrapa desde pequeños, porque nutre lo esencial. En la clase de mi hija hay cuatro niños que quieren ser Messi, cinco que quieren ser Cristiano Ronaldo y siete cuya máxima ilusión es ser igual que Villa. Hay también uno que quiere ser registrador de la propiedad. La proporción es de dieciséis a uno para los futbolistas frente a los registradores de la propiedad.

Cuando yo era chico no tenía ni idea de lo que era un registrador de la propiedad. Yo quería ser Juanito. Admiraba su fuerza, su coraje en el campo y fuera de él. Incluso llegué a jugar con el 7 a la espalda en el equipo del colegio, pero acabé dándome cuenta de que era muy malo y que mi camino debía estar en otro sitio, que mi pierna zurda no daba para el prodigio de una volea capaz de detener el tiempo.

Años más tarde, un periódico me encargó una serie de entrevistas de aquellas que los viejos manuales de periodismo llamaban «de perfil humano». Uno de los primeros personajes que abordé fue mi admirado Juanito. Me citó en La Rosaleda, el campo de nuestra ciudad, y allí, en la grada, en la misma grada a la que mi padre me llevaba de la mano cuando era un niño, hablamos de fútbol durante horas. Aprendí muchas cosas aquella mañana. Juanito también sabía que el fútbol no es una cuestión de vida o muerte, sino algo muchísimo más importante.