Hacemos un mundo global o pequeños estados dentro del Estado y, a su vez, dentro de un macroestado, llámese Europa o como quieran? Al fin y al cabo el debate del estatuto catalán lo que encierra es el deseo de la soberanía absoluta, el poder sin compartir, la independencia plena de las decisiones, el minifundismo político.

Es una posición entendible si quien la toma es un partido nacionalista que no se encuentra a gusto dentro de «la nación de todos». Resulta difícilmente comprensible si quien la defiende es un partido nacional. Es incompresible si quien la apoya es un partido que apuesta por Europa, es decir por romper las fronteras y tener una política exterior común, una política de defensa común, un mercado de trabajo abierto, una educación plural y uniforme, una sociedad que se mueve y evoluciona con mayor fortaleza. Y es absolutamente paranoico que un presidente del Gobierno parezca dispuesto a reforzar un Estatuto que ha sido declarado inconstitucional en aspectos fundamentales y que su hombre en Cataluña –el honorable cordobés Montilla– encabece la rebelión contra el máximo órgano jurisdiccional, el garante de la Constitución que nos consolida como país libre y democrático.

Pero tampoco tiene sentido que el líder del PP diga que estamos bajo la bota europea y que Europa nos obliga a hacer o dejar de hacer determinadas cosas, porque el PP debería defender unas reglas del juego europeas. No hay futuro fuera de Europa, a pesar de muchos de los europeos. Estar en Europa nos ha hecho más fuertes, más iguales, más democráticos. Sin Europa y sin los fondos europeos, España no habría gozado la transformación que nos ha convertido en un país moderno. Gracias a Europa muchas empresas españolas juegan hoy un papel decisivo en el mundo. Europa nos ha dado un campo de juego mucho más grande y nos ha quitado el viejo provincianismo al que algunos no quieren renunciar.

Esa Europa es la que va a defender a una empresa española, Telefónica, contra un Gobierno europeo, Portugal, que quiere imponer posturas proteccionistas para que la empresa española no compre otra portuguesa, actuando incluso contra la decisión de los accionistas portugueses. El futuro del mundo no se va a jugar en los pequeños territorios ni con los pequeños intereses de unos cuantos. El futuro del mundo es abierto, global, participativo, en movilidad permanente. Los ciudadanos del futuro nacerán en un país, estudiarán en dos o tres, trabajarán y vivirán en muchos más, hablarán varios idiomas con naturalidad, verán las películas en idioma original con subtítulos y sin traducción, y, posiblemente votarán en cualquiera de esos países. Serán, de verdad, ciudadanos del mundo o de Europa, o de Asia. Y los pequeños y no siempre razonables intereses localistas serán parte de la historia. Pero no de la mejor historia de la humanidad. Los políticos de hoy tienen una enorme responsabilidad.