Cada vez conozco a menos gente que no sea famosa. No lo atribuyan a mi elitismo, sino a la propagación de la nombradía. Al dispararse el consumo de popularidad, se ha agotado el número de personas que la encarnan. En el caso paradigmático, Interviú se ha quedado sin mujeres a desnudar, y tiene que degradar su portada mostrando a varones, tan desfavorecidos cuando se les despoja del armani. Ante la escasez de materia prima, el salón se nos ha inundado de celebridades de poca monta, a las que somos incapaces de admirar o de mirar siquiera. En el último recuento, sólo uno de cada cinco españoles no había podido pronunciarse frente a una cámara con micrófono sobre la crisis económica o, alternativamente, sobre la marcha de España en el Mundial. Por no hablar de quienes cuelgan en youtube sus versiones de Elton John, empeorando al original.

La plaga de populares de ocasión obliga a examinar detenidamente el manifiesto de Andy Warhol, creador de la celebridad globalizada. Cuando el visionario y pintor ocasional especificó que el futuro nos garantizaría a todos quince minutos de fama, no dijo 16, ni se refugió en el genérico cuarto de hora. El plazo debe cumplirse a rajatabla. Hay personas que insisten en considerarse famosas, cuando ya ha pasado una semana desde que un canal local les preguntó su opinión sobre la crisis de Jesulín y Campanario.

Lo más duro de la fama es apearse. Su efímera vigencia sorprende a los millones de personas populares cuando todavía no han apurado su libación. Un Estado responsable –y no descartaremos de antemano que el nuestro lo sea– crearía un servicio de atención psicológica, para egresados de Gran Hermano y otras factorías de producción masiva de famosos. Se asistiría también a quienes todavía presumen de que aparecieron en segundo plano, en unas imágenes de Rocío Jurado. Hay que reciclarlos, por si la industria mediática los requiere para otros quince minutos de gloria. Ni un segundo más.