He conocido de primera mano el buen oficio de sus variedades regionales. En más de una ocasión, tuve que afrontar la circunstancia, a todas luces desapacible, de comprobar los efectos que poco a poco iba dejando la química en su anatomía destartalada. Puedo decir, sin temor a equivocarme, que su físico no le da para labrarse un futuro como adonis de los mares. Ni siquiera le salva el azafrán. De frente, parece un burka de nueva tendencia, de espaldas, la suegra de Poseidón o una estrella contrahecha. Quizá por eso me cueste tanto entender el apego repentino de mis compatriotas. Los españoles son más felices estos días con un pulpo que un tonto con un lápiz, pese a que las posibilidades gráficas del animal, a menos que demude en calamar, resultan infinitamente más bajas. Nunca me he distinguido por mis dotes adivinatorias, pero estoy convencido de que un puñado de tentáculos ciñéndose sobre la bandera no puede considerarse un símbolo venturoso en ningún país civilizado. El pulpo ha elegido a España y eso no puede traer nada bueno. Si King Kong fue capaz de someter a Nueva York e hincarle el diente a Fay Wray, imagínense lo que puede hacer un bicho gigante de ocho brazos con fama contrastada en las discotecas ibéricas. Lo último que necesitaba la economía del país es que un pulpo le recuerde la existencia de España a Ángela Merkel. Conozco lo suficiente de literatura alemana como para saber que un canciller está perfectamente capacitado para analizar diez mil veces un asunto y después tomarse una cerveza y devorarlo con chucrut antes del postre. Si la alemana se pone el delantal, ZP no tarda más de un segundo en hacerse la croqueta. No sé qué es peor. Perder el Mundial o contrariar a la Merkel. Acuérdense del telefonazo de Obama, del subsidio agrario, de Richard Wagner y los Mercedes. Finalmente no marcó Torres y nos queda el consuelo de no haber perdido el favor de los dioses (germanos) y haber sorteado el maleficio del octópodo. Eso y la revolución prohibida de pasarse al atún rojo. Para que se joroben. El pulpo y la Merkel. O quizá, nosotros.