Quiero unirme a ese clamor de comentaristas que ha puesto por escrito, como pocas veces ha ocurrido, su alegría al saber que el cocinero más dicharachero de la tele, el que podría ocupar un lugar al lado de Martina Klein y hacer cucamonas mientras lo llama a escena Anabel Alonso como miembro de pleno derecho de El club del chiste, se pira, sale corriendo y deja la cadena de Santi Acosta y la salsa pocha de Janeiros y señoras que fueron respetables y ahora se tocan con acelgas al tiempo que se ofenden y piden decencia a la misma cadena a la que ella ayuda a criar porrinos para gloria de la factoría nacional que más desechos tóxicos excreta por minuto. Así que no es noticia que Karlos Arguiñano se pira de la parrilla de Telecinco. Me da igual que por no haber conseguido los millones que pedía o porque Paolo Vasile tiene media hora más para indagar en el submundo y la sordidez de una programación fétida y arrabalera.

El cocinero vasco era una anomalía en la programación de zafia cuadra que tan bien supo simbolizar Jesús Gil, una rareza que había que exterminar porque no es higiénico ponerte a cocinar con el regusto seminal que deja la mañana de Ana Rosa Quintana. Hay españoles que se largan y acaban instalados en Jordania, y montan tenderetes de baratijas beduinas en las inmediaciones de Petra, y presidentes de Murcia que se niegan a cumplir las leyes y corren, ufanos en su errático repente, sólo los segundos que les dan en los informativos en el lado equivocado hasta que Soraya Sáenz les tira del mentón y reculan un poquito, y hay otros españoles, como José Joaquín Ripoll, presidente de la Diputación de Alicante, que se piran un rato, pero sólo cuando los llevan a la comisaría.