El bronceado cursa con interesantes efectos secundarios en la persona de María Dolores de Cospedal. Un verano se inventa el espionaje a su partido jamás sustanciado, aunque muy sugerente en un vídeo acariciado por la brisa marina. Ahora ha inaugurado la temporada veraniega con la moda Estatut. En alusión a Montilla, describe un comportamiento «fascista o marxista en el peor sentido». Ha de considerarse una casualidad que la denuncia de la fantasmagórica persecución a cargo de Zapatero coincidiera con las revelaciones del caso Gürtel. Nadie en su sano juicio asociaría la histriónica petición de responsabilidades a Cataluña con la controvertida contratación del esposo de la secretaria general del PP, en la difunta Caja Castilla-La Mancha.

A Cospedal le sobran los motivos, y una querella entre personajes secundarios no sirve de levadura para un artículo decente. Sin embargo, cuando la ideóloga conservadora habla de «fascista en el peor sentido», establece la presunción de que existe «un mejor sentido» del ejercicio del fascismo, pronunciamiento muy atrevido a la vista de la concreción histórica de los regímenes así bautizados. Nadie cree que la dirigente del PP desee restaurar el mito del fascista bueno, ni vamos a apuntarnos aquí al hallazgo facilón de un chivo expiatorio donde descargar las iras progresistas.

La gama de fascismos que contempla Cospedal no la catalogan éticamente, sino culturalmente. Demuestran su profunda ignorancia de los movimientos políticos. Marxismo, fascismo, qué más da si añadimos un protector «en el peor sentido», donde podría haber incluido al liberalismo o al cristianismo aunque nunca a Mariano Rajoy, porque carece de sentido. La secretaria general del PP encarna a la generación que se quedó atascada en la programación infantil y que no tiene tiempo para leer, los abogados del Estado decidirán sobre el descrédito que su discurso senatorial induce en tan ameritada profesión. Entretanto, eliminaremos de todo debate al primero que utilice la palabra fascista. Siempre es un inculto.