Si fuera un tipo de esos cuidadoso y ordenado, que guardan y archivan los artículos, podría haberme ahorrado el tecleo de estas líneas, y haber tomado un texto publicado hace tres, cuatro o diez años, y seguiría vigente. Decía Antonio Lara, «Tono», que había una tremenda injusticia entre escribir teatro y escribir para el periódico: una obra de teatro se representaba docenas, cientos de veces, mientras que como se te ocurriera publicar un mismo artículo dos días seguidos, a la mañana siguiente te acusaban de estafador.

En este Estado de reinos taifas, además de la selección española de fútbol y El Corte Inglés, todos los reinos taifas –hoy llamados autonomías– coinciden en que en las piscinas públicas es obligatorio ducharse antes de introducirse en la alberca colectiva. Es decir que, a pesar de nuestras numerosas diferencias identitarias, si un catalán se mete en la piscina, cubierto de una mixtura en la que se mezclan los sudores y las cremas solares es tan guarro como un cántabro o un extremeño que haga lo mismo. Y, como carecemos de un estudio del Centro de Investigaciones Sociológicas sobre los porcentajes de guarros en Galicia o en Andalucía, basándome en el poco empírico procedimiento de la observación personal he llegado a la conclusión de que la guarrería recalcitrante estructura España. Podríamos decir que esta cochinada de no ducharse antes de introducirse en las piscinas nos configura como Zara o Mercadona.

Y no se le ocurra llamar la atención a los guarros. El guarro suele tener muy mal carácter, seguramente por su propia idiosincrasia, y suele ser muy susceptible, e incluso violento. Resígnese. Ya sabíamos que a nadie le huele mal su propia porquería, incluso habrá señoras que piensen que de sus glándulas sudoríparas emergen las fragancias del Chanel nº 5.