Esta mañana (es jueves cuando proso estas líneas) ha amanecido teñida de rojo. Rojas son las portadas de los diarios, rojas son las calles y en los balcones ondean, alegres y libres, las banderas rojas y gualdas. Una oleada de fervor patriótico nos invade gracias a un deporte que la mayoría de las veces nos ha dado más disgustos que alegrías, pero que de pronto se ha revelado como el más rápido y firme método de unión de voluntades de un país que constantemente pone en tela de juicio su propia identidad nacional.

España, ese estado que es más fácil de comprender desde fuera que desde dentro, ha perdido de repente y gracias al balón de setenta centímetros de circunferencia (y no de diámetro, como por error apareció en mi artículo de la semana pasada) varios de sus atávicos complejos, entre los que se encuentran el fatalismo de no ganar jamás y el rubor de enseñar libremente y con orgullo una bandera con los colores patrios ante el temor de ser señalado como facha y otras lindezas por el estilo.

La selección española de fútbol ha conseguido acabar con esos dos estigmas, ha logrado un arrebato de unidad que quizás sea tan efímero como un amor de verano y se acabe en cuanto termine el mundial, pero que de momento nos tiene a todos con la más viva emoción a flor de piel y dándonos abrazos por las esquinas.

Seguramente el sentimiento que anida más íntimo tiene algo que ver con una revancha histórica, con la sensación de que durante años hemos merecido más y ha sido nuestra proverbial mala suerte o, incluso, algún tipo de conjura (los fallos arbitrales sobre todo, como en los mundiales de Estados Unidos y Corea-Japón) los que han hecho que, a lo largo de la historia, no hubiésemos conseguido apenas nada. De modo que ahora, después de tanto esperar, de pronto se desata toda la pasión, todo el rencor acumulado tras décadas de ver cómo los nuestros se volvían a casa demasiado pronto, cómo generaciones de futbolistas de inmensa calidad (gente como Pirri, Amancio, Juanito, Asensi, Gárate, Cardeñosa, Butragueño, Michel, Martín Vázquez, Quini, Guardiola, Amor, Rifé y tantísimos otros) nunca lograban estar entre los mejores a pesar de sus inmensos potenciales.

Y sin embargo hemos tenido que esperar a este grupo de muchachos ya sin complejos de ningún tipo para alcanzar lo que tanto hemos esperado. Un periódico deportivo titulaba, cuando se logró el pase a semifinales, «Toda la vida esperando un día como este», y parece que, todavía, lo mejor está por llegar.

Estos chicos de la selección, esta alineación que los niños recitarán, de memoria, durante años, han logrado una sencilla metáfora de unidad, han demostrado que, a pesar de todo, hay una ilación entre todos los españoles, una línea que nos une y que aflora en cuanto encontramos un objetivo común. Algo así como un sentimiento de nación.