Hoy toca hacer historia. Un tópico, es cierto. Pero que en nuestro corazón funciona. La selección española, con el viento de cola, busca en Johannesburgo, por primera vez, el trono del fútbol mundial. Hay más razones que nunca para ser optimistas y creer en la victoria frente a Holanda. Salvo en la segunda parte del partido con Portugal, nuestros futbolistas no se habían quitado las bridas hasta el pasado miércoles cuando su presencia en Durban ante los alemanes volvió a ser luminosa. Suyas fueron la pelota y la inspiración. También la furia de la que ya no se hablaba y que encarnó el gol de Puyol, un futbolista racial digno sucesor de José María Belauste, aquel grandullón bilbaíno que arrolló a la defensa sueca hasta el fondo de la portería y que ocupa un lugar en la leyenda como «El León de Amberes».

Esta España es capaz de todo: de rugir como un león y de emitir los cantos de sirena que atrapan al rival hasta convertirlo en víctima propiciatoria de su fútbol. Si es verdad eso de dime cómo juegas y te diré quién eres, podríamos decir que roza la perfección. Los elegidos por Del Bosque juegan como si hubieran nacido todos y cada uno de ellos con un balón bajo el brazo y su carga de fe resulta tan convincente que viéndolos, como el otro día frente a Alemania, se nos olvida que una de las posibilidades del juego es perder. Juntos soñamos ganar.

El fútbol, además del deporte rey, es un signo primordial de identidad colectiva. De igual modo que el rugby contribuyó decisivamente en 1995 a la convivencia en Sudáfrica, el papel aglutinador de la selección está permitiendo, a escala de problema, que los españoles se sientan identificados y unidos bajo unos mismos colores y una misma bandera. Lo que algunos políticos se empeñan en desmembrar lo unen el balón, Villa, Sergio Ramos, Xavi, Puyol, Iniesta, Capdevila, Xabi Alonso, Llorente, Casillas y Del Bosque. ¿Quiere decir esto que en otros tiempos no se producía la química? No, simplemente significa que los españoles están orgullosos del juego de sus futbolistas y sienten en estos momentos la necesidad imperiosa de permanecer unidos frente a algo. En eso debe de consistir haber nacido bajo el mismo cielo. Igual que reconforta ser conscientes de que no todo en esta vida se está haciendo mal. El fútbol, aunque atrapa mayor número de voluntades que otros deportes, no es un caso aislado de esa dependencia que nos hace caminar y entusiasmarnos juntos. Nadal, que ha estrenado su era, Pau Gasol, Fernando Alonso, Alberto Contador, Sergio García o Jorge Lorenzo son ejemplos de esa espita emocional que se ha abierto en un país marcado por la penuria económica y profundamente decepcionado por la ausencia de liderazgo social y político. El éxito deportivo es un quitapenas y ante el mundo actúa como principal seña de identidad de un país que ha perdido respeto internacional en otros ámbitos.

Roberto Fontanarrosa, un rosarino canchero flechado por esta pasión de multitudes, escribió que el fútbol es emoción pasajera e intensa pero fugaz, «un dolor profundo una alegría enceguecedora que al día siguiente se va, desaparece sin dejar huellas físicas visibles, como la varicela». En el caso que nos ocupa, alguien puede pensar que esto es flor de un día, pero a la selección de Del Bosque, pierda o gane, en su cita de esta tarde con la gloria, tendremos que agradecerle la lección de un grupo que ha permanecido unido al margen de las diferencias que día a día otros se empeñan en rebuscar dentro de nuestra convivencia. Se trata de unos chicos realistas en busca de un sueño que hasta no hace mucho parecía imposible y que ahora depende, como siempre, de un balón caprichoso pero que ellos acarician como nadie, a veces con suavidad y otras con violencia y, como recordó días atrás un rotativo deportivo italiano, capaces de pasarse el balón durante horas y de entrar en el área de ciento cincuenta formas distintas. Son el guante de seda y la furia, guiados por una motivación indesmayable hacia un mismo fin. El mundo está a sus pies consciente y los entendidos con memoria y edad suficiente sólo encuentran una comparación en aquel Brasil del 70 de Gérson, Jairzinho, Tostão, Pelé y Rivellino.

Pero el virtuosismo no sería suficiente sin unión. Un grupo requiere unidad y este equipo la tiene en busca de un objetivo común, más allá de la procedencia o el club de sus jugadores. Al contrario de lo ocurrido en otras selecciones en esta Copa del Mundo, como es el caso llamativo de Francia. Belauste, que en Amberes le pedía la pelota a Sabino para arrollar a los suecos, era de Bilbao, y el indómito Puyol, que arrumbó de un testarazo el sueño de la Mannschaft, de La Pobla del Segur. A los dos le debemos el coraje de defender unos colores y la misma camiseta que El Guaje agarra con furia cuando perfora la portería contraria. La semifinal con Alemania fue seguida por más de 14 millones de telespectadores en España. Hoy, a las ocho y media de la tarde, el televisor volverá a concitar el mayor alto grado de consenso. De Tuilla al Puerto de Santa María y de La Pobla del Segur a Roquetas de Mar. El resultado del último choque del Mundial de Sudáfrica nos ofrecerá un campeón inédito y la selección de Del Bosque tendrá la gran oportunidad de conseguir el doblete histórico de ganar en dos años una Eurocopa y una Copa del Mundo, que en el sentido inverso sólo lograron «les bleus» en 1998 y 2000.

Pero si se pierde no pasa nada, porque en el fútbol, al igual que ocurre en otras cosas, se pueden hacer las cosas bien y perder. En cualquier caso, siempre quedará la lección de la historia que nos hará recordar cómo el fútbol sirvió de bálsamo en los indicadores anímicos de un país. Acojámonos, no obstante, a la dulce corazonada de la victoria. Evidentemente, podemos. Una ilusión recorre toda España.