Se ha creado una nueva polémica esotérica: aparentemente se discute si una niña puede o no ir al colegio con un burka; es decir, con una vestimenta que la cubre por completo. ¿Cuál es el problema? Si realmente el problema estuviera en la dificultad de reconocimiento de la persona que va cubierta con un burka, seguramente basta y sobra con lo que está legislado y regulado: en una situación en la que resulte obligada la identificación, la niña en cuestión deberá despojarse al menos de una parte del burka para que se la pueda reconocer. Por lo demás, la niña del burka será seguramente la más fácil de identificar de todo el colegio.

Que la situación no tiene parangón es evidente. Pero esas características tan especiales han aparecido también cuando se extendió la moda de los tatuajes y la de los piercing. De hecho, alguien que se tatúe el rostro puede resultar menos reconocible que la niña del burka y ni siquiera podría despojarse de su «nueva cara».

Este tipo de disputas se disfraza bajo un manto ideológico para encubrir otro propósito ideológico diferente. El que se utiliza como pretexto es el que apela a la «libertad» de la mujer que, según se cree, ha sido limitada o suprimida por el uso de la polémica vestimenta. Este afán de nuestra civilización por meterse en la intimidad de los hogares y «dirigir» la vida privada de cada ciudadano/a puede defenderse como políticamente correcto o de cualquier otra manera, pero de ningún modo como una batalla por la libertad. La cuestión no está en determinar si la niña del burka es o no libre, sino en saber quién nos ha otorgado a nosotros la potestad de «liberarla».

Cada ser humano se plantea su propia libertad, valga la redundancia, libremente. Cualquiera podrá aconsejarlo pero la decisión íntima, profunda, es suya. Sea cual sea tal decisión –acatar o rebelarse contra la religión o la familia, por ejemplo– sólo será libre (otra redundancia absurda pero absurdos son los términos de la discusión) si no hay ningún Estado, ninguna norma que se lo imponga.

Puede no ser falso que haya una «libertad» en juego, pero no es algo que nosotros podamos promover desde un principio de autoridad que entre en disputa con el entorno familiar o con las creencias religiosas de la niña del burka. Imponer una nueva autoridad no supone más que un choque con la otra autoridad pero no representa de ningún modo una lucha por la libertad.

El caso es que Occidente se plantea todas las cuestiones básicas según estos parámetros. Asombra que mucha gente, que se opone honradamente a la guerra de Irak o a la de Afganistán, no aprecie que el sistema de «imponer libertades» desde el poder responde a la misma raíz antidemocrática que inspira las modernas guerras de rapiña que destrozan todo el andamiaje de derechos humanos que dicen defender.

Y esa cuestión «ideológica» –ideología aparente, encubridora de intereses económicos y de dominación cultural muy concretos– promueve, consciente o inconscientemente, esa especie de «guerra santa» contra los musulmanes, que no hace más que acorralarlos y empujarlos hacia el encierro, el aislamiento, la vuelta atrás a sus tradiciones más primitivas. Si a escala mundial esa guerra se alimenta con invasiones y bombardeos, a escala de la vida cotidiana se estimula con «combates» como este contra el burka; y el efecto es similar, en el sentido de que esa saña prohibidora lo que realmente consigue es difundir el burka, insuflarle nueva fuerza como seña de identidad, en una espiral de confrontación que se realimenta constantemente.

No es la «ideología» de la libertad la que inspira las insólitas disputas alrededor del burka, sino la «ideología» de la falsa «guerra de civilizaciones» cuyo guión corresponde al norteamericano Huntington y que Washington sigue sin apartarse ni una coma.