Hace tan sólo unos días ha sido presentada oficialmente la candidatura de Málaga para optar a ser Capital Europea de la Cultura en 2016. Desde hace veinticinco años, a través de esta iniciativa, la Unión Europea viene promoviendo la difusión y la interrelación de los valores culturales de los pueblos europeos. Más allá de la integración de los mercados, es el conocimiento mutuo y la conexión entre los ciudadanos, por encima de las barreras tradicionales, lo que puede permitir avanzar, a partir de un denominador común identificativo, hacia una verdadera unión.

«Europa es un proyecto político y no simplemente un mercado económico… comparado con otros sectores, el de la cultura tiene una dimensión adicional, no sólo crea riqueza, sino que también contribuye a la inclusión, a una mejor educación, a la autoestima y al orgullo de pertenecer a una comunidad histórica», se afirma en un informe de la Comisión Europea del año 2006, que igualmente se hace eco de una profunda reflexión de Yehudi Menuhin: «Sólo la cultura, mediante la unión de la diversidad, nos dará una verdadera conciencia europea… es el arte el que puede estructurar las personalidades de los jóvenes con una visión de apertura a otras mentes, el que puede inculcar el respeto a otros y el deseo de paz». La cultura europea ha desempeñado históricamente un papel fundamental en el progreso de la humanidad y está ligada de manera indisociable a los derechos y libertades individuales.

Dentro de la competencia territorial desencadenada a raíz del proceso de globalización, la organización de eventos culturales de alcance internacional constituye un elemento habitual de dinamización económica, un factor de competitividad para la atracción de flujos turísticos, una oportunidad para la transformación de espacios urbanos. La cultura se ha convertido en un motor de desarrollo económico y, en paralelo, se ha extendido el paradigma de la economía creativa (creatividad más cultura más economía).

No es de extrañar, pues, que la perspectiva económica esté también presente en la candidatura a la capitalidad europea de la cultura en 2016. Recientemente, la Fundación Ciedes ha publicado un estudio sobre el impacto socioeconómico de Málaga 2016, elaborado por Analistas Económicos de Andalucía. Según dicho informe, el evento puede generar un valor añadido (en su mayor parte derivado del gasto turístico y de la venta de entradas) cercano a los 500 millones de euros, lo que, en línea con otras experiencias previas, significaría que por cada euro de inversión directa se obtendrían aproximadamente 9 euros adicionales.

Se perciba o no como un objetivo complementario programado, la capitalidad cultural europea tiene una notable relevancia económica que, naturalmente, debe ser tomada en consideración. Sin embargo, aunque el símbolo del dólar o del euro suela dibujarse en los ojos de algunas personas cuando se perfila un proyecto cultural internacional, esas imágenes no deben impedir tener una visión de largo plazo. La aproximación a la cultura en términos meramente economicistas es inadecuada: hay aspectos (creatividad, libertad de expresión y de pensamiento, intercambio de experiencias…) que están dotados de un valor real que nunca podrá ser comprimido en los registros de las cuentas económicas. La vertiente económica no debe concebirse, pues, como el eje central del proyecto comentado, que tiene una dimensión superior y fundamental, la que emana de la primacía de unos valores culturales que sustentan la base de nuestra civilización.

La posibilidad de que la ciudad de Málaga se convierta en un exponente de creatividad a escala europea tiene un significado muy especial, e implicaría romper determinados clichés acuñados con el paso del tiempo y superar algunos complejos que a veces parecen atenazar ideológicamente el devenir, el curso de una ciudad que, por su diversidad, su dinamismo y su trayectoria, no admite ser encasillada en algunas categorías de supuesta subordinación en el plano cultural. La urbe malacitana daría, en definitiva, un paso irreversible para su incorporación a la división de las ciudades integrantes del circuito europeo de la cultura, sin tener que renunciar a ser la capital de la Costa del Sol (y de toda la provincia), algo que ha sido primordial para su desarrollo, su modernización y su mentalidad aperturista, y en cuyo ejercicio ha revalidado su vocación de lugar de acogida como rasgo intrínseco de su personalidad.

Málaga 2016 representa el vértice de una pirámide en el que converge el gran cúmulo de actuaciones realizadas en las últimas décadas, además de ser un objetivo concomitante con su carácter cosmopolita y abierto, con su historia multicultural, con su compromiso con la defensa de la libertad, grabado en el escudo municipal. Pero ese mismo vértice debe convertirse al propio tiempo en una sólida plataforma, integradora de voluntades, para seguir avanzado sobre bases firmes, se alcance o no la meta anhelada.

Málaga 2016, por sus efectos económicos positivos, merece el apoyo de la ciudadanía y de las instituciones malagueñas, pero en realidad es un proyecto con una trascendencia mucho mayor. La cultura y la creatividad justifican en sí mismas el respaldo a la iniciativa, como igualmente la demostración de una capacidad organizativa y la materialización de una implicación colectiva en un proyecto de interés común.

«No todo lo que cuenta puede ser medido, y no todo lo que puede ser medido cuenta», se encargó de recordar Albert Einstein, en sintonía con la sentencia que un cuasicoetáneo suyo, el poeta Antonio Machado (en cierta medida, precursor de los modernos criterios contables) inmortalizaría: «Es de necios confundir valor y precio».