Fue una auténtica bendición, un flash de felicidad suprema que se nos quedó impreso en nuestra retina in saecula saeculorum, un chip que mantendremos archivado en el disco duro de lo inolvidable y que nos marcará de por vida: aquel clamor ensordecedor que se nos coló ventanas adentro desde todos los rincones, casas y plazas de la ciudad, aquel gol cantado al unísono por millones y millones de gargantas, aquel desahogo colectivo que nos liberaba, al fin, de tanta crisis de mierda, de tanta tristeza de vida, de tanta angustia económica, de tanta política del desastre. Por siempre y para siempre llevaremos con nosotros el recuerdo conjunto de las circunstancias que rodearon la consecución del Campeonato Mundial de Fútbol por España; esto es, el fabuloso gol de Iniesta, conseguido a tres minutos del final de la prórroga; las paradas determinantes de ese santo apellidado Casillas; el molestísimo, pero familiar, estruendo de las vuvucelas, las parábolas extrañas del balón Jabulani, las dotes de clarividencia de Paul, el ya famoso pulpo alemán. Quién nos iba a decir que un pulpo extranjero, ni siquiera gallego, iba a anunciarnos una visita al paraíso cuando vivíamos en un purgatorio. La verdad es que Paul estuvo para comérselo.

Y luego vino el día después, el día en que debíamos convencernos de que lo que estaba pasando era verdad y nos ocurría a nosotros, no a los brasileños ni a los italianos ni a los argentinos ni a los franceses… Era el día de decirle a nuestros héroes: gracias, muchachos, nos habéis dado una alegría que nos durará para siempre; el día de salir a la calle para gritarle al mundo: atención, esta vez somos nosotros, España, los mejores; el día de recrearnos con los elogios que nos llegaban desde los cinco continentes; el día más feliz después de la noche más feliz.

Y han llegado otros días y hemos vuelto a la supuesta normalidad, y, sin embargo, ahora mismo estoy viendo otra vez la escena. La intuyo a través de los cristales. El eco del gol sigue alimentándonos. Resuena en mi mente otra vez el clamor, el ruido de los cohetes, la algarabía callejera, el claxon de los coches. Las banderas de España permanecen ahí, colgadas y sujetas en balcones y ventanas; las veo también flameando por las calles en las antenas de taxis y coches particulares. Es la evidencia de que nos resistimos a decir adiós a una euforia que nunca habíamos sentido con tanta intensidad. Los recuerdos gloriosos de aquella ocasión única y el tedio insoportable de este cálido julio nos hace más perezosos y nos lleva a rehuir la vuelta a la actividad que, en realidad, es un retorno obligado a la crisis de dinero y de tristeza, a la estúpida y mediocre pelea de los políticos, a la desesperanza en la que vivimos o malvivimos desde que los desaprensivos de Wall Street mandaron al paro a millones de criaturas de todo el mundo. No nos gusta esta realidad a la que volvemos obligados. No nos gusta la diatriba artificial, indecente, de quienes pretenden apropiarse de los colores de todos. No nos gusta el juego de trileros que ejecutan en sus tribunas sin ningún pudor, sin ninguna vergüenza.

Lo raro, lo hermoso, es que, por ser un sueño esperado durante ochenta años o por ser el sentimiento de un país completo, la felicidad de vernos campeones del mundo, fugaz pero imperecedera en el recuerdo, no ha sido selectiva ni parcial sino completa y nos ha incluido a todos, al contrario que la realidad de cada día, perversa, acomodaticia, presta a trincheras irreconciliables, a sinrazones, a enfrentamientos.

Heteme aquí terminando mis reflexiones con cierto ahogo. Como no tengo aprecio al aire acondicionado, que me seca los ojos y la garganta y termina resfriándome, debo someterme a una temperatura obscena, aún a riesgo de atrofiarme el cerebro, mientras termino de pergeñar lo que, en teoría, deberá resultar un artículo periodístico. Este artículo. Así es que, asumiendo la responsabilidad de reflexionar bajo la influencia degenerativa del terral, me tomo este acto de sacrificio como uno de los gajes del oficio de escribir. ¿Qué o quién acudirían en mi auxilio para frenar el sudor?, ¿qué me podía salvar de esta miseria creativa? Ni siquiera tuve que molestarme en pensar. Estaba clarísimo. La Roja. Las banderas después de la victoria.