Nuestros políticos han decidido que la forma de aliviar las arcas y reducir el déficit, de 120.000 millones de euros en 2009 y una previsión de más de 100.000 para este año, es esquilmar a los contribuyentes. Mientras, su voluntad de reducir el oneroso gasto público, en tantísimos casos improductivo y hasta superfluo, se limita al conocido plan de recorte de 15.000 millones de euros en dos ejercicios.

Lo que los políticos no están dispuestos a recortar de su estado del bienestar pretenden que lo paguen el resto de los españoles que han perdido 140 euros de media al mes de poder adquisitivo con respecto a hace seis años. O las empresas, que cada vez se enfrentan a mayores obstáculos para invertir y crear empleo. ¿Qué va a ser de las pensiones y de los subsidios, sin emprendedores y trabajadores que coticen? ¿Cómo se pagará en el futuro a los desempleados y a los jubilados?

Más allá de la voracidad fiscal, ¿tiene el Gobierno alguna respuesta para ello? No se trata de eludir los rigores del ajuste que impone la Unión Europea, sino de aplicar el recorte racionalmente. Ahorrar no significa frenar la inversión productiva, pero sí reducir el gasto manirroto e irresponsable de las administraciones. Al mismo tiempo, es necesario impulsar las condiciones para reactivar la deprimida economía y empezar a crear riqueza. ¿Se está haciendo algo por ello? Hay que reconocer que muy poco, tanto por parte de la Junta de Andalucía como del Gobierno central, que no parece decidido a impulsar las reformas laborales necesarias ni a mejorar la educación para obtener una mayor cualificación en el empleo que permita a España competir en otros mercados.

Las recetas para que España y la comunidad andaluza sean más productivas son conocidas, pero no por ello alcanzan nuestros políticos a comprenderlas y, mucho menos, a aplicarlas. En el caso de las empresas, basta simplemente con no poner trabas. La creación de empleo corresponde a los emprendedores privados, pero para que esto se produzca las administraciones públicas deben preparar el terreno con unas condiciones razonables; no se trata de fiarlo todo a subvenciones a cargo del erario, ya que las deudas hay que pagarlas. A veces consiste sencillamente en no estorbar o no interferir, algo que ocurre con inusitada frecuencia.

Ante la falta de una política con incentivos y reformas en defensa de los emprendedores y de los puestos de trabajo, o la incapacidad para meter tijera en el gasto suntuario de las administraciones públicas, lo que están haciendo el Gobierno de España y otros autonómicos, es tirar por el camino fácil y hacer caja con las subidas de impuestos, precisamente todo lo contrario de lo que sería lo adecuado. La voracidad fiscal parece esta vez no tener límite.

Lo más sangrante es la subida del IVA, que está en vigor desde el 1 de julio y afecta principalmente a los 26 millones de españoles que ingresan menos de 30.000 euros anuales y suponen el 88,76 por ciento de los contribuyentes. Su efecto exacto todavía es incierto, aunque se teme que pueda resultar devastador si la caída del consumo empieza a hacer mella en las empresas. De lo que no hay tanta duda es sobre su ineficacia: el objetivo del Gobierno de recaudar 5.150 millones de euros anuales, un 5 por ciento de la magnitud actual del déficit, es insignificante frente al daño que puede ocasionar en el consumo. La lucha contra el fraude fiscal, que los gobiernos no se atreven a emprender, sería ocho veces más efectiva desde el punto de vista de la recaudación, reduciría la economía sumergida y podría evitar que los platos rotos los volviesen a pagar los de siempre.

En cualquier caso, la política parece dispuesta a conducirse por atajos que llevan al camino equivocado. Una y otra vez.