Cómo les gusta a los españoles salir juntos a la calle! No parece que conozcan el célebre consejo de Blaise Pascal, según el cual todos los males le vienen al hombre de no quedarse en casa sin hacer nada. Muy al contrario, nos gusta la compañía de los demás, ya sea para celebrar una victoria deportiva o para protestar contra una sentencia que nos disgusta: lo que sea, pero juntos. Y es precisamente en esa incapacidad para estar solos donde podemos encontrar alguna explicación para el singular fenómeno del sentimiento nacionalista.

No es necesario entrar aquí en detalles técnicos acerca de las causas esgrimidas por los manifestantes para salir a la calle en Barcelona. La sola idea de que el Tribunal Constitucional no pueda juzgar una ley autonómica porque ha sido aprobada en referéndum por el así llamado pueblo es absurda: imaginen que los andaluces aprueban por ese mismo procedimiento la deportación a Groenlandia de todos los peleteros. ¿Sería esa decisión ciudadana más legítima que el conjunto de derechos consagrados en la Constitución? Evidentemente, no. Otra cosa es que cambiemos la Constitución, si estamos de acuerdo en que no nos gusta; pero, mientras esté vigente, un referéndum popular no puede estar por encima de ella. Pero dejemos esto, tan elemental que aburre.

Más interesante es discurrir acerca del asombroso apego que las personas pueden mostrar hacia esa entelequia que llamamos identidad nacional. Para los nacionalismos, existen los pueblos más que las personas; aquéllos poseen una serie de rasgos culturales inmemoriales que definen a sus integrantes. De esta manera, cualquier elemento lingüístico o culinario puede convertirse en un tótem: ya sea la butifarra o el espeto de sardinas. Esto, bien mirado, es una forma de animismo, porque la realidad entera se convierte en algo espiritual, vivo, palpitante; algo, francamente, muy bonito. ¡Pensar que uno llega a sentirse orgulloso de un embutido! Ser nacionalista significa entonces deducir derechos políticos del hecho de que haya personas que se parezcan a otras en un territorio dado.

Ahora bien, ¿supone eso que un andaluz a quien disgusta el flamenco no es andaluz? ¿Qué a quien le cae simpático el Spórting de Gijón no puede ser catalán? ¿O que no es francés quien preferiría, por puro capricho, ser italiano? Suena un poco absurdo obligar a los ciudadanos a ser de una única forma; da un poco de miedo también. Probablemente, quienes desean imponer esos rasgos estén convencidos de que su nación es mejor que las demás. Aquí desembocamos abiertamente en un cierto provincianismo, ya que el nacionalista –como el cateto– cree que el lugar donde ha nacido es lo más grande del mundo. Que es exactamente lo mismo que piensa el nacionalista de al lado. Y así sucesivamente.

Qué cosa, la identidad. Si, por ejemplo, un francés nos dice que el gazpacho no es para tanto, nos sentiremos ofendidos y responderemos que la Torre Eiffel es una chapuza. Estas pequeñas riñas, estos odios de andar por casa, entretienen mucho y van llenando la vida, sobre todo cuando la vida está vacía. El problema se plantea cuando la identidad deja de ser una diversión, para convertirse en una obsesión individual o colectiva. Lo deseable sería que todos pudiéramos tomar distancia respecto de nuestros impulsos y arrebatos, para no crear problemas donde no los hay e indignarnos menos a menudo. Aunque, por otro lado, ¡qué divertido es indignarse! ¡Qué estupendos nos ponemos y cómo nos miran todos!

Supongo, en fin, que nos falta educación e inteligencia para adoptar un punto de vista menos apegado a las patrias chicas. ¡Quizá la humanidad no dé para más! Si han visto algún partido de la selección en compañía, habrán podido comprobar que la tribu nos tira mucho. Desde un punto de vista antropológico, lo que hay alrededor de la televisión es una pandilla de chimpancés –incluido yo mismo– lanzando gruñidos y gritos, mientras otros chimpancés pelean entre sí con un balón por ver quién derrota a quién. Ya se trate de fútbol o de naciones, seguimos enfrascados en una pura contienda de identidades. Y esto desanima un poco, porque uno tiene otra idea de la humanidad posible, que nada tiene que ver con este obsceno exhibicionismo de banderas y dignidades ofendidas.