Se dirigía Mariano Rajoy al Debate del Estado de la Nación y mientras caminaba se decía: esta vez no puedo fallar. Desde las paredes lo miraban los presidentes de las Cortes Republicanas y los de las Cortes de la Dictadura cuyos retratos cuelgan en el camino del despacho del líder de la oposición al hemiciclo. Santiago Alba Bonifaz, presidente del Congreso entre 1933 y 1936, fue el primero que lo vio salir del despacho y avisó a Julián Besteiro, que dejó de leer su libro para avisar a Martínez Barrio, hasta que finalmente la noticia llegó a Torcuato Fernández Miranda.

Lo miraron sin mucho entusiasmo, esta era la quinta vez que Rajoy afrontaba el Debate del Estado de la Nación. Como por el Congreso las noticias circulan rápido, hasta la galería de los retratos habían llegado las sucesivas derrotas parlamentarias de Rajoy, e incluso los presidentes más favorables a él se sentían desanimados, pero Mariano Rajoy avanzaba por el pasillo ajeno a todo. Su cabeza era un caldero en ebullición. Al poco de perder las elecciones de 2004 les dijo a los suyos: «Debemos estar preparados por si las cosas se tuercen».

Había esperado en vano durante toda una legislatura a que las cosas se torcieran y, ahora, por fin, se presentaba la ocasión perfecta. Mariano Rajoy se decía: esta vez no puedo fallar, la economía atraviesa una profunda crisis, millones de españoles están en el paro, el Estado ve muy mermados sus ingresos, y Zapatero ha tenido que recortar el sueldo a los funcionarios, congelar las pensiones a los jubilados, frenar las obras públicas, disgustar a los sindicatos con una reforma laboral por decreto. Es verdad que en esto último nos ha echado una mano Díaz Ferrán, pero la impugnación del Estatut es sólo mérito mío. Como lo son nuestras comparaciones con Grecia cuando los mercados apretaban a la deuda española. No sólo esperé a que se torcieran las cosas, es que las he retorcido siempre que he tenido la menor oportunidad.

Rajoy llevaba la contabilidad de tantos problemas en la cabeza, de tantos agravios, de tantas enemistades, que cuando Zapatero le preguntó por sus propuestas no pudo ofrecer ni una solución, nada que supusiera el más mínimo alivio para la gente. Porque lo que Rajoy más teme no es que prefieran a Zapatero, sino que prefieran incluso a la crisis antes que a él. Al bajar de la tribuna Mariano Rajoy pensó que un año más su actuación no había sido para tirar cohetes, aunque bien mirado al menos así podría ahorrarse un dinerillo.

Cuando, al final de la jornada, Rajoy volvía a recoger las cosas de su despacho, los antiguos presidentes recordaron que por aquel mismo pasillo habían visto caminar en junio de 2001 a un joven político, José Luis Rodríguez Zapatero, después de decirle al entonces presidente Aznar: «Quiero decir a todos los españoles y a toda la Cámara que no van a encontrar en nosotros gente que desestabilice las instituciones, que perjudique a la nación, o que intente que las cosas se tuerzan para que ustedes se vayan del Gobierno».