La amenaza no es nueva, pero quizás es más grave que en otras épocas. En este mismo espacio y hace ya algunos meses, aludía a que uno de los mayores problemas al que nos enfrentábamos, desde un punto de vista económico e incluso social, tenía que ver con las elevadas tasas de absentismo que registrábamos respecto de lo que era la media en países de nuestro entorno, tanto en el ámbito público, como en el privado, hasta el punto de que liderábamos el ranking a nivel europeo.

Sin embargo, últimamente y por razones fácilmente comprensibles (entre las más socorridas: miedo a perder el empleo) se está observando que esos elevados niveles de ausencias en el puesto de trabajo vienen disminuyendo de una manera significativa, incluso cuando las causas que podrían justificarlas tienen que ver con la salud, con la supuesta mala salud de sus protagonistas.

Una de las consecuencias inmediatas de este fenómeno singular es el presentismo (asistencia al trabajo, pero sin asumir plenamente las responsabilidades del mismo). Dicho con otras palabras, la reincorporación de estas personas a los puestos que dejaron temporalmente vacantes, lejos de suponer una recuperación efectiva para la empresa u organización de la que se trate, por ejemplo, con incrementos de la producción o mejora de los servicios, suponen de hecho un trastorno o incluso una disminución del rendimiento.

Como es obvio, me refiero a esos casos que podríamos calificar como patológicos y que representan quienes utilizan argumentos incompatibles con unas relaciones laborales normales y homologables en cualquier sociedad avanzada; también a quienes sin justificación suficiente causaron baja o lo que se conoce como una I.L.T. (incapacidad laboral transitoria), porque es difícil desentrañar su verdadera naturaleza desde un punto de vista clínico. En general, la vuelta al trabajo de estas personas lleva implícitas algunas perversiones en el sistema, puesto que desde el primer momento suelen protagonizar todo tipo de quejas, demoras, apariencias, etc., cuando no se excusan con un (pretendido) cumplimiento estricto de las normas.

Estas situaciones generan inevitables conflictos, primero entre los propios compañeros, generando un mal ambiente laboral en el que se ven inmersos, especialmente, aquellos que continuaron «al pie del cañón» y se vieron forzados a suplir las ausencias; también en las organizaciones de las que se trate, porque no encuentran la forma de reconducirlas y se resiente su competitividad o la calidad del servicio y, por último, entre los clientes, que terminan soportando las ineficiencias y –cuando pueden– actúan con lógica, es decir, desviándose a la competencia, salvo en el caso de los servicios públicos, donde a los usuarios sólo les queda sufrir las consecuencias.

Así las cosas, y no digamos cuando se trata de servicios en los que puede estar en juego la seguridad de quienes los utilizan, creo que se puede llegar a una conclusión unánimemente compartida: en estos supuestos, es preferible soportar la ausencia (el absentismo) que sufrir la presencia (presentismo), naturalmente, sin perjuicio de las acciones que puedan arbitrarse desde el punto de vista legal, porque no debemos olvidar que también están en juego derechos y obligaciones que afectan a terceros. En otras palabras y como resumen de estas reflexiones, en aras del bien común, todos deberíamos tener claro que los puestos de trabajo no se ocupan, se desempeñan, y más –si cabe– en tiempos como los que corren.