Zapatero y Rajoy se necesitan, el abandono de cualquiera de ellos precipita al otro en el abismo de la derrota electoral. En una curiosa variante del dilema del prisionero, uno de ellos obtendrá la victoria únicamente si ambos mantienen sus candidaturas por tercera vez consecutiva. Ahora bien, los dos perderán si uno de ellos desiste y permite la intromisión de un tercero que deshaga el actual empate a cero, tan embarazoso. Han taponado la democracia española, disparando la desconfianza de los extraños pero también de los propios militantes. Porfían para garantizarse la supervivencia conjunta, una situación acuciante que agudiza el ingenio pero distorsiona la percepción de los problemas sociales.

En el debate del Estado de la nación, Rajoy fue cuidadoso al reclamar un adelanto electoral que los mantiene a ambos como candidatos. Se ha distanciado de la solicitud de dimisión de Zapatero, que podría llevar a La Moncloa a un socialista mejor valorado y frustrar por tercera vez consecutiva sus aspiraciones. Tampoco el actual presidente desea la sustitución de su eterno rival. En su único punto de coincidencia, los líderes de PSOE y PP difieren de la voluntad de sus conciudadanos. Al decretar que no hubo vencedor neto del último enfrentamiento –o más exactamente, que hubo dos perdedores–, la opinión exterioriza de nuevo su hartazgo con el menú electoral único del siglo XXI. Para plasmar esta saturación, han refrenado la pulsión más irresistible para un ser humano, la proclamación de un vencedor.

La atrofia en las candidaturas bipolares obliga a contorsiones en las declaraciones sobre el futuro electoral. Duran Lleida, señalado unánimemente como el árbitro de la situación o incluso como el presidente de un Gobierno de emergencia, anunciaba esta semana que «se ha acabado la etapa de Zapatero». Consciente del lapsus en el que había incurrido, el representante de CiU se corrigió en «esta etapa, porque puede volver a ganar». Es decir, los nacionalistas catalanes exigen la convocatoria de elecciones, pero sin descartar que prefieran en ellas una victoria del actual presidente. Con esa premisa continuista, la petición constituye una frivolidad que se acentúa en tiempos de crisis.

Zapatero y Rajoy ya sólo existen mutuamente. Si ambos conservan su posiciones irreductibles, en los plazos por determinar se celebrará una elección entre lo malo conocido y lo peor todavía más conocido –a fecha de hoy, el presidente del PP supera al líder socialista en años de experiencia en el Gobierno–. En la segunda hipótesis, uno de los sempiternos rivales se desfonda, y la irrupción de una figura novedosa desarbola al resistente. De ahí que el debate del Estado de la nación resultara decepcionante para quienes confiaban en que eliminaría a uno de los candidatos, y de hecho supondría la desaparición a medio plazo de ambos.

Del mismo modo que los tiburones financieros olfatearon a España como presa fácil de sus manejos, los corrillos se centraron en Zapatero como la víctima propiciatoria, vista la situación económica. Sin embargo, estos sectores mayoritariamente progresistas necesitaban una derrota más amplia del presidente del Gobierno, para promocionar con desnudez una alternativa en el seno del PSOE. Como de costumbre, la realidad frustró sus propósitos, y Rajoy perdió incluso para quienes se apresuraron a erigirle en ganador, porque le otorgaron un margen muy inferior al que la situación de ventaja le obligaba a conseguir. Tampoco se hundió estrepitosamente. Fracasó a medias, consolidando el resultado óptimo para la vigencia del dúo irremediable.

El duopolio autoriza a sus integrantes a ahondar en sus respectivas carencias. Una semana después del debate, Zapatero redunda en su optimismo mesiánico – «Estamos mejor de lo que parece y lo vais a vivir»–, retomando al líder que resolvía ETA, la guerra de Irak y la crisis de un papirotazo. En cuanto a Rajoy, el gran ausente de la política española no acude a la segunda sesión parlamentaria, como símbolo de la importancia que concede a los mecanismos políticos. A modo de castigo, los encuestados del CIS reprochan al presidente popular que carece de realismo, sentido práctico, encaje de las críticas y moderación. Es una receta que garantiza la eternización del tándem Zapatero/Rajoy.