El pasado mes de junio, en el acto de presentación del libro recopilatorio de artículos Caleidoscopio en blanco y negro, el compositor Rafael Díaz, incansable estudioso e investigador musical, me lanzó el reto de escribir un artículo a fin de calibrar la importancia económica de la música. Dentro del auge recientemente alcanzado por el estudio de las conexiones entre la cultura y la economía, la propuesta resulta completamente armónica, pero no deja de representar un considerable desafío. De entrada, al igual que sucede cuando se pretende cuantificar el peso económico de otras facetas, como el deporte, un primer problema surge de la inexistencia de información detallada en las cuentas económicas nacionales, organizadas con arreglo a los sectores productivos tradicionales. La elaboración de cuentas satélites segmentadas tiene como finalidad superar tales lagunas de información.

Otros escollos, quizás más relevantes, se derivan de la dificultad de recoger en magnitudes la verdadera influencia de determinadas actividades cuyo impacto real excede enormemente del que es capaz de recoger un precio de mercado o un desembolso presupuestario. Si la cuantificación económica de algunos servicios está aún en su infancia, la de ámbitos tan peculiares como el de la cultura, en general, y el de la música, en particular, apenas si ha salido de la incubadora. En este contexto, el presente artículo no se concibe sino como un simple elemento de reflexión, en el inicio de un proyecto, a poner próximamente en marcha, orientado a generar una plataforma para el estudio de las relaciones entre la cultura y la economía.

Como antes se ha dicho, el primer recurso para buscar una aproximación del peso económico de la música es acudir a la contabilidad nacional, donde nos tenemos que contentar con observar un agregado integrado por los servicios recreativos, culturales y deportivos, que, en conjunto, representan un 2,5% de la producción nacional. Aunque haya que rastrear la presencia de la música en otras rúbricas (fabricación de equipos electrónicos, edición, educación, transporte…), la mencionada cifra nos marca una referencia, que se antoja bastante cicatera en su dictamen, como también lo es el 4% que los servicios recreativos y culturales representan dentro del gasto en consumo final de los hogares. Si, alternativamente, recurrimos a la cuenta satélite de la cultura, observamos que la única referencia específica refleja que la música grabada representa menos de un 0,1% del PIB o, lo que es lo mismo, una quinta parte de las actividades de cine y vídeo.

La demanda efectiva de música por las personas y las empresas despliega, sin embargo, un amplio y variado abanico: grabaciones, actuaciones en directo, festivales, aparatos reproductores de imagen y sonido, programas de radio, bandas sonoras de películas, discotecas, publicidad, interpretaciones en actos privados y públicos, himnos… Además del posible autoconsumo personal (se disfrute o no de habilidades interpretativas), el hecho de que sea compatible con numerosas actividades (conducción, lectura, viajes, ´footing´, animación deportiva, ocio… escritura de un artículo…) aporta a la música unas dimensiones únicas.

Por otro lado, su influencia en el estado de ánimo de los individuos difícilmente puede llegar a ser verdaderamente apreciada a través de una simple estimación numérica. Los registros económicos convencionales son incapaces de recoger esa gama de efectos, como igualmente los de signo negativo, que también existen (cuando la música se convierte en un ´bien´ de consumo forzado para personas que no desean participar en determinadas sesiones auditivas). Otra de las razones de la infravaloración contable de la música es la enorme cantidad de composiciones interpretadas o reproducidas que escapan de los circuitos del mercado, bien por no estar sujetas a derechos económicos, bien por poder eludirse gracias a las herramientas tecnológicas.

La estimación más completa de la importancia económica de la música en España se debe a un informe de PricewaterhouseCoopers, según el cual su impacto total ascendía, en el año 2003, a 4.500 millones de euros (0,8% del PIB), de los que una cuarta parte correspondía a su impacto directo y las tres restantes a su impacto inducido. Las últimas estadísticas disponibles revelan que en nuestro país, donde un 85% de la población oye música por lo menos una vez a la semana, se celebran cada año cerca de 20.000 conciertos de música clásica y más de 120.000 de música popular, con asistencia de más de 5 y 23 millones de espectadores, respectivamente. A su vez, las ventas en el mercado discográfico ascendieron en 2009 a 200 millones de euros, a los que hay que sumar 45 millones del mercado digital. Por su parte, los ingresos por conciertos aportaron más de 300 millones de euros. En todo el mundo, las ventas de música grabada alcanzaron en 2009 un importe de 14.000 millones de euros (aunque otras estimaciones lo elevan en un 50%), cifra equivalente al producto interior bruto de la provincia de Almería.

Los científicos han elaborado distintas teorías acerca del origen de la música y de las funciones que desempeña, sin que se haya alcanzado un consenso ni logrado precisar inequívocamente por qué las personas atienden y reaccionan a la música. Pero lo cierto es que ésta constituye una necesidad básica, ligada a las emociones que genera, que juega un gran papel en el bienestar de las personas. Si el camino de los biólogos es aún largo y arduo para poder explicar satisfactoriamente su origen y sus funciones, la tarea que tienen por delante los economistas para calibrar su peso real en la economía y en el bienestar individual y social no lo es menos. Para poder superar la actual relación inarmónica entre la música y la economía será preciso contar con altas dosis de ingenio y creatividad, si se quiere que la segunda pueda seguir el ritmo y las variaciones, desafiantes de cualquier partitura, que marca la primera.